Raongi estaba sentado ante la imprecisa luz de la hoguera. Tenía la sensación de
que su cuerpo estaba profundamente relajado, de un modo que le recordaba a una
escurridiza anguila. A medida que creó este pensamiento, la cabeza de una anguila
creció, se fundió en el azul eléctrico y surgió dócil en el oscuro espacio detrás de sus
párpados.
«Madre espíritu de la primera cascada…».
«Abuela de los primeros ríos…».
«Muéstrate, muéstrate».
Respondiendo a las llamadas, el oscuro espacio que había tras lo que en aquel
momento era una anguila se llenó de chispas y ondas de luz que alcanzaron cada vez
más altura, acompañadas de un rumor cada vez más intenso.
«Es la primera maria». La voz es la de Mangi, el anciano chamán de la aldea de
Jarocamena. «Es fuerte. Tan fuerte».
Mangi permanece en silencio a medida que la visión se le aproxima. Están en el
filo de Venturi, el mundo real, la zona azul. El sonido de la lluvia que cae fuera es
irreconocible. El movimiento de las hojas secas se mezcla con el sonido de lejanas
campanas. Su entrechocar se asemeja más a la luz que al sonido.
Hasta hace relativamente muy poco, las prácticas de Mangi y su remota tribu
amazónica eran típicas de la práctica religiosa de cualquier lugar. Únicamente en los
últimos milenios, la teología y los rituales se han convertido de modo paulatino en
formas más elaboradas, pero no por ello necesariamente más prácticas.
El chamanismo y la religión ordinaria
Cuando a principios de los años setenta llegué al Alto Amazonas, había pasado
varios años viviendo en sociedades asiáticas. Asia es un lugar en el que los restos de
ciertas ontologías religiosas emborronan el panorama como huellas de escarabajos en
la arena. Viajé a la India en busca de lo milagroso. Visité sus templos y ashrams, sus
lugares de retiro en junglas y montañas. Pero el yoga, una vocación destinada a toda
una vida, la obsesión de unos pocos ascéticos y disciplinados seres, no fue suficiente
para trasladarme a los paisajes interiores que buscaba.
En la India aprendí que la religión, en toda época y lugar el espacio al que
desciende la luminosa llama del espíritu, no es más que un galimatías. La religión en
la India se presenta ante una mirada ahíta familiarizada con cuatro milenios de
sacerdocio. La India hindú moderna fue a la vez para mí una antítesis y un oportuno
preludio para el chamanismo arcaico que encontré en la cuenca del río Putumayo, en
Colombia, cuando llegué allí para iniciar estudios sobre el uso de las plantas
alucinógenas a cargo de los chamanes.
El chamanismo es la práctica tradicional de sanación, adivinación y expresión
teatral del Alto Paleolítico basada en la magia natural desarrollada aproximadamente
en un período que va de unos diez a cincuenta mil años. Mircea Eliade, autor de
Shamanism: Archaic Techniques of Ecstasy, y la máxima autoridad en chamanismo
en el contexto de las religiones comparadas, ha mostrado que en toda época y lugar el
chamanismo conserva una coherencia interna sorprendente tanto en sus prácticas
como en sus creencias. Ya se trate de un chamán inuit que viva en el Ártico o un
witoto del Alto Amazonas, ciertas técnicas y expectativas son las mismas. La más
importante de estas constantes es el éxtasis, un punto que junto con mi hermano
hemos destacado en nuestro libro The Invisible Landscape:
La parte extática de la iniciación chamánica es de difícil análisis, pues
depende de una cierta receptividad a los estados de trance y éxtasis por parte
del novicio, éste debe gozar de un talante peculiar, en ocasiones frágil y
enfermizo, estar predispuesto a la soledad y tener quizás ataques epilépticos o
catatónicos, o algún otro trastorno psicológico (aunque no siempre, como han
afirmado algunos estudiosos del tema). En cualquier caso, su predisposición
psicológica para el éxtasis es sólo el punto de partida para su iniciación: el
novicio, tras una historia de enfermedad psicosomática o trastornos
psicológicos, que puede variar en su grado de intensidad, empezará
finalmente a experimentar enfermedades iniciáticas y trances; puede llegar a
experimentar un estado que se asemeja a la muerte o un trance profundo
durante muchos días. Durante ese período de tiempo, es visitado en sueños
por espíritus protectores de los que puede recibir instrucciones. Es una
constante que a lo largo de este trance prolongado el novicio experimente un
episodio de muerte y resurrección místicas; puede verse reducido a un
esqueleto y luego verse cubierto por una nueva piel; o verse hervir en el fuego
de una caldera, ser devorado por los espíritus y luego volver a unificarse; o
puede imaginarse mientras es abordado por los espíritus, sus órganos
extraídos y sustituidos por «piedras mágicas», para luego ser cosido de nuevo.
Eliade nos recuerda que, aunque los motivos específicos pueden variar entre las
distintas culturas, la estructura general chamánica está clara: el chamán neófito
experimenta una muerte y resurrección simbólicas, que se entienden como
transformación radical hacia una condición sobrehumana. Por lo tanto, el chamán
tiene acceso al plano sobrehumano, es un maestro del éxtasis, puede viajar por el
reino espiritual a su antojo y, lo más importante, puede curar y vaticinar. Como
decíamos en The Invisible Landscape:
En resumen, se transforma desde un estado profano a un estado sagrado
del ser. No sólo logra su propia sanación a través de su transmutación mística:
a partir de ahora está investido con el poder de lo sagrado y por lo tanto puede
curar también a los demás. Es muy importante que recordemos esto: que el
chamán es algo más que un enfermo o un loco; es un hombre enfermo que se
ha curado a sí mismo y debe convertirse en un chamán con el fin de seguir
sano.
Hemos de tener en cuenta que Eliade utiliza la palabra «profano» de un modo
deliberado, con la intención de crear una neta ruptura entre la noción del mundo
profano de la experiencia ordinaria y el mundo sagrado que es «totalmente
distinto».
No todos los chamanes utilizan la intoxicación con plantas como medio para
obtener el éxtasis, pero todas las prácticas chamánicas tienen como fin producir el
éxtasis. Las percusiones, la manipulación de la respiración, las ordalías, el ayuno, las
ilusiones teatrales, la abstinencia sexual; todos ellos han sido siempre métodos
distinguidos para conseguir el trance necesario para el trabajo chamánico. Pero
ninguno de estos métodos es tan eficaz, tan antiguo y tan aplastante como el uso de
plantas que contienen compuestos químicos que producen visiones.
Esta práctica de utilizar plantas visionarias intoxicantes puede parecer ajena o
sorprendente a algunos occidentales. Nuestra sociedad contempla las drogas
psicoactivas ya sea como algo frívolo, ya sea como algo peligroso, o, en el mejor de
los casos, como algo destinado al tratamiento de las personas con serios trastornos
mentales cuando no disponemos de otros métodos eficaces. Para nosotros, la figura
del sanador es la del profesional médico, quien, en posesión de un saber específico,
puede curar. Pero el saber específico del médico moderno es un conocimiento clínico,
alejado del drama interno de cada persona única y concreta.
El chamanismo es distinto. Normalmente, si se utilizan drogas, es el chamán, no
el paciente, el que las toma. La motivación es también muy distinta. Las plantas
utilizadas por el chamán no se supone que deban estimular el sistema inmunológico o
las defensas naturales del cuerpo frente a la enfermedad. Más bien, las plantas de los
chamanes hacen emprender al sanador un viaje al reino invisible en el que la
causalidad del mundo ordinario se transforma en el fundamento de la magia natural.
En este dominio, el lenguaje, las ideas y el sentido tienen un poder mayor que la
causa y el efecto. Concordancias, resonancias, intenciones y la voluntad personal se
magnifican lingüísticamente mediante la retórica poética. Se apela a la imaginación y
en ocasiones sus formas pueden contemplarse. En el seno del espacio mental del
chamán, las conexiones ordinarias del mundo y lo que denominamos leyes naturales
pierden énfasis o se ignoran.
Un mundo hecho de lenguaje
La evidencia, a partir de milenios de experiencias chamánicas, nos dice que el
mundo está de algún modo hecho realmente de lenguaje. Aunque choque con los
conceptos de la ciencia moderna, esta proposición radical está de acuerdo con una
gran parte del pensamiento lingüístico actual.
«La revolución lingüística del siglo XX —afirma el antropólogo de la Universidad
de Boston Misia Landau— es el reconocimiento de que el lenguaje no es únicamente
un instrumento para comunicar ideas acerca del mundo, sino más bien, en primer
lugar, un instrumento para crear el mundo. La realidad no se “experimenta” o
“refleja” simplemente en el lenguaje, sino que por el contrario es producida por
éste».
Desde el punto de vista del chamán psicodélico, el mundo da la sensación de estar
más en el seno de una metáfora o un cuento, que en cualquier senda relacionada con
los leptones y los bariones de los que hablan nuestros sumos sacerdotes: los físicos.
Para el chamán, el cosmos es un cuento que se hace realidad a medida que lo
contamos y se cuenta a sí mismo. Esta perspectiva implica que la imaginación
humana puede tomar el timón del estar en el mundo. Libertad, responsabilidad
personal y una conciencia humilde de la verdadera talla e inteligencia del mundo se
combinan en este punto de vista para constituir una base sólida a la hora de vivir una
auténtica vida neoarcaica. Una veneración por, y una inmersión en, los poderes del
lenguaje y la comunicación son los fundamentos de la senda del chamán.
Ésta es la causa por la que el chamán es el lejano ancestro del poeta y del artista.
Nuestra necesidad de sentirnos parte del mundo parece exigirnos que nos expresemos
a través de la actividad creativa. La fuente definitiva de esta creatividad está oculta en
el misterio del lenguaje. El éxtasis chamánico es un acto de entrega al misterio del
ser. A causa de que nuestra cartografía de la realidad está determinada por nuestras
circunstancias presentes, tenemos tendencia a mostrarnos inconscientes a las grandes
pautas del espacio y el tiempo. Unicamente accediendo a lo Otro Trascendente
pueden vislumbrarse estas pautas del tiempo y el espacio y nuestro papel en su seno.
El chamanismo se esfuerza en perseguir este punto de vista superior, que se logra
mediante una proeza de carácter lingüístico. Un chamán es aquel que ha alcanzado
una visión del principio y el fin de todas las cosas y puede comunicar dicha visión.
Para el pensador racionalista, esto es inconcebible, pero las técnicas del chamanismo
buscan esta meta y éste es el origen de su poder. La más importante de las técnicas
chamánicas es el uso de plantas alucinógenas, depósito de una gnosis vegetal viva
que mora, hoy casi olvidada, en nuestro pasado.
Una dimensión más elevada de la realidad
Al penetrar en el ámbito de la inteligencia vegetal, el chamán, en cierto modo,
tiene el privilegio de una perspectiva de la experiencia de dimensión superior. El
sentido común asume que, aunque los lenguajes siempre están evolucionando, la
materia prima que el lenguaje expresa es relativamente constante y común a toda la
humanidad. Pero también sabemos que el lenguaje hopi no tiene tiempos o conceptos
de pasado o futuro: ¿cómo puede ser el mundo hopi similar al nuestro? Y los inuit no
tienen pronombres en primera persona: ¿cómo puede ser su mundo semejante al
nuestro?
Las gramáticas de las lenguas —sus reglas internas— se han estudiado en detalle.
Pero se ha prestado poca atención al modo en que el lenguaje crea y define los límites
de la realidad. Quizá se entienda mejor el lenguaje si se considera como mágico,
puesto que en la magia se sobreentiende que el mundo está hecho de lenguaje.
Si el lenguaje se acepta como el dato básico del saber, entonces en Occidente
hemos sido tristemente engañados. Sólo los enfoques chamánicos podrán darnos
respuestas a las preguntas que consideramos más interesantes: quiénes somos, de
dónde venimos y hacia dónde vamos. Estas preguntas son hoy más importantes que
nunca, cuando nos rodea la evidencia de lo inadecuado de la ciencia a la hora de
nutrir el alma. Lo que nos está sucediendo no es únicamente fruto de un hastío
temporal del espíritu; si no vamos con cuidado, lo que sufriremos será una condición
terminal del cuerpo y del espíritu colectivos.
Por supuesto, cuando hace veinte años llegué al Amazonas, no sabía nada al
respecto. Al igual que la mayoría de los occidentales, creía que la magia era un
fenómeno ligado a la ingenuidad y al primitivismo, y que la ciencia podía
proporcionar una explicación sobre el funcionamiento del mundo. Bajo el prisma de
esta posición de ingenuidad intelectual, experimenté por primera vez el hongo de la
psilocibina, en San Agustín, en el Alto de Magdalena, en la Colombia del sur. Más
tarde, y no muy lejos de allí, en Florencia, conocí y experimenté un brebaje visionario
hecho con enredaderas de la Banisteriopsis, el yagé o ayahuasca de la leyenda
underground de los años sesenta.
Las experiencias que tuve a lo largo de estos viajes me transformaron
personalmente y, lo que es más importante, me llevaron a un tipo de experiencias
vitales destinadas a restaurar el equilibrio en nuestros mundos social y ambiental.
He compartido la mente grupal que se genera en las sesiones visionarias de los
ayahuasqueros. He visto los dardos mágicos de luz roja que un chamán puede lanzar
contra otro. Pero más importantes que las proezas paranormales de los magos dotados
y los curanderos espirituales fueron los tesoros interiores que descubrí, en la cumbre
de estas experiencias, en el seno de mi propia mente. Ofrezco mi narración como una
suerte de testimonio, como testigo que representa a todos los hombres. Si me
sucedieron dichas experiencias, tienen que ser parte de la experiencia común de todos
los hombres y mujeres.
Un meme chamánico
Mi educación chamánica no fue única. Miles de personas, por un medio u otro,
han llegado a la conclusión de que las plantas psicodélicas, y las instituciones
chamánicas que su uso implica, son herramientas imprescindibles para explorar las
profundidades interiores de la psique humana. Los chamanes psicodélicos
constituyen hoy en día una subcultura, que va en aumento y es de alcance mundial, de
exploradores hiperdimensionales, muchos de los cuales están muy preparados
científicamente. Está formándose un panorama, una región todavía vislumbrada de un
modo difuso, pero que va emergiendo, que exige la atención del discurso racionalista
y probablemente amenaza con confundirlo. Hemos de aprender todavía a cómo
comportarnos, cómo ocupar nuestro lugar en la trama de la comunicación; la red sin
costuras formada por todas las cosas.
Una comprensión de cómo conseguir este equilibrio se encuentra en las culturas
olvidadas y pisoteadas de las selvas lluviosas y los desiertos del Tercer Mundo, y en
las reservas en las que la cultura dominante encierra a sus aborígenes. La gnosis
chamánica posiblemente se esté muriendo; pero es seguro que se está transformando.
Pero las plantas alucinógenas que constituyen su fuente, la religión humana más
antigua, siguen siendo una senda nítida, tan refrescante como lo fue antaño. El
chamanismo es vital y real, puesto que produce el encuentro del individuo con el reto
y lo maravilloso, el éxtasis y la exaltación, inducidos por las plantas alucinógenas.
Mi encuentro con el chamanismo y los alucinógenos en el Amazonas me
convenció de su importancia liberadora. Una vez convencido de ello, me dispuse a
filtrar las variadas formas de ruido lingüístico, cultural, farmacológico y personal que
oscurecían el Misterio. Tenía la esperanza de destilar la esencia del chamanismo, para
perseguir a la Epifanía hasta su guarida. Quería vislumbrar más allá de los velos de su
danza vertiginosa. Convertirme en un mirón cósmico. Soñaba con afrontar la belleza
desnuda.
Un cínico del estilo dominante se contentará con tachar esto de romántica ilusión
juvenil. Irónicamente, yo fui una vez ese cínico. Experimenté la locura que encerraba
dicha búsqueda. Me conozco el paño. «¿Lo Otro? ¿La desnuda belleza platónica?
¡Nos tomas el pelo!».
Hemos de admitir que tuve varios percances en mi camino. «Hemos de
convertirnos en necios de Dios», me urgió en una ocasión un conocido entusiasta del
Zen; con lo que me estaba diciendo: «Pisa el suelo». El buscar y probar había sido un
método que me había funcionado en el pasado. Sabía que las prácticas chamánicas
basadas en el uso de las plantas alucinógenas subsistían en el Amazonas, y estaba
dispuesto a confirmar mi intuición de que un gran secreto se ocultaba tras este hecho.
La realidad superó mis temores. El rostro marcado de la vieja leprosa se tornó
más desagradable cuando el fuego que encendió se avivó de pronto al añadir más
leña. En la oscuridad que había tras ella, podía ver al guía que me había traído a este
innominado lugar en el río Cumala. Anteriormente, en el bar de la aldea ribereña, el
imprevisto encuentro con un barquero que deseaba llevarme a conocer a la milagrosa
hechicera legendaria local de la ayahuasca me pareció una oportunidad histórica.
Ahora, tras tres días de viaje por el río y medio día de marcha por senderos tan
embarrados que amenazaban con arrancarte las botas a cada paso, no estaba tan
seguro de ello.
En este instante, el objeto original de mi búsqueda, la auténtica ayahuasca de la
selva profunda, que se consideraba tan distinta de la bazofia que ofrecían los
charlatanes en el mercado, casi había perdido interés para mí.
Tome, caballero, cacareó la vieja mientras me ofrecía un tazón lleno de un líquido
negro y viscoso. Su superficie tenía un aspecto aceitoso.
Ha crecido en este desempeño, pensé mientras bebía. Era cálido y salado, acre y
amargo. Su sabor era como la sangre de algo muy, muy antiguo. Intenté no
reflexionar mucho sobre mi situación a merced de aquella extraña gente. Pero de
hecho mi valor se esfumaba. Las miradas burlonas tanto de doña Catalina como del
guía poco a poco se habían vuelto frías y duras. Una onda sonora de los insectos que
barrió el río dio la sensación de salpicar la oscuridad con agujas de afilada luz. Noté
que mis labios se entumecían.
Intentando no parecer tan ebrio como me sentía, estiré mi hamaca y me tendí.
Tras mis párpados cerrados fluía un río de luz magenta. Tuve la sensación, en una
suerte de pirueta mental ensoñadora, de que un helicóptero había aterrizado en el
tejado de la choza, y ésta fue mi última impresión.
Cuando recuperé la conciencia tuve la sensación de estar haciendo surf en el rizo
interior de una ola informática de transparente luz brillante de varios metros de altura.
El regocijo dio paso al terror cuando me percaté de que mi ola rompía a gran
velocidad contra una costa rocosa. Todo desapareció en el caos producido por la ola
informática al chocar con una costa virtual. Siguió otro lapsus, y tras él la impresión
de ser un náufrago empujado hasta una playa tropical. Sentía la presión de mi rostro
en la cálida arena de la playa tropical. Me sentí afortunado por estar vivo. ¡Tengo la
fortuna de estar vivo! ¿O estoy vivo para ser afortunado? Estallé en carcajadas.
En ese preciso instante la vieja empezó a cantar. La suya no era una canción
ordinaria, sino un icaro, o canción de sanación, que en nuestro estado intoxicado y de
éxtasis se asemejaba más a un pez tropical del arrecife o a un llamativo pañuelo de
seda multicolor que a un canto vocal. El canto era una manifestación visible del poder
que nos envolvía y nos protegía.
El chamanismo y el perdido mundo arcaico
El chamanismo fue definido de un modo muy bello por Mircea Eliade como «las
técnicas arcaicas del éxtasis». El uso que hace Eliade del término «arcaico» es
importante para nosotros, puesto que nos alerta sobre el papel que debe cumplir en
cualquier reconsideración de las formas vitales arcaicas de ser, vivir y comprender. El
chamán consigue hacer entrar en un mundo oculto a aquellos que moran en la
realidad ordinaria. En esta dimensión distinta se ocultan poderes tanto protectores
como malévolos. Sus reglas no son las de nuestro mundo; se asemejan más a las
reglas que operan en el mito y en el sueño.
Los sanadores chamánicos insisten en la existencia de un Otro inteligente en
algún lugar de una dimensión cercana. La existencia de una ecología espiritual o de
una inteligencia descarnada no es algo que la ciencia pueda esperar afrontar para
emerger luego intacta con sus propias premisas. Especialmente si este Otro ha sido
durante largo tiempo una parte de la ecología terrestre, presente pero invisible, un
secreto global compartido.
Los escritos de Carlos Castañeda y sus imitadores han desembocado en una moda
de la «conciencia chamánica» que, aun siendo confusa, ha hecho que el chamán haya
pasado, de ser una figura periférica en la literatura de la antropología cultural, a
convertirse en la figura modelo de los medios de comunicación para los miembros de
la sociedad neoarcaica. A pesar del gancho que el chamanismo tiene en la
imaginación popular, el fenómeno paranormal que Castañeda supone como real y
verdadero nunca ha sido tomado en consideración por la ciencia moderna; incluso
aunque los científicos, en insólitos casos de deferencia, hayan convocado a
psicólogos y antropólogos para que analizaran el chamanismo. Esta cerrazón frente al
mundo paranormal ha creado un punto ciego intelectual en el seno de nuestro punto
de vista habitual sobre el mundo. Somos totalmente inconscientes con respecto al
mundo mágico de los chamanes. Simplemente es más extraño de lo que podamos
imaginar.
Consideremos a un chamán que utiliza plantas para conversar con un mundo
invisible habitado por inteligencias no humanas. Alcanzaría un titular en la prensa
amarilla. Pero los antropólogos dan cuenta a diario de estas cosas y nadie se inmuta.
Ello se debe a que tenemos la tendencia a asumir que el chamán interpreta su
experiencia de intoxicación como una comunicación con espíritus o ancestros. El
sentido es que tú o yo interpretaríamos esta misma experiencia de un modo distinto, y
que por lo tanto no se considera nada del otro mundo que algún pobre y analfabeto
campesino piense que está hablando con un ángel.
Por xenófoba que sea esta actitud, sugiere un procedimiento muy bueno, puesto
que lo que dice es: «Enséñame las técnicas de tu éxtasis y juzgaré su eficacia por mí
mismo». Yo lo hice. Éstas son mis credenciales para las teorías y opiniones que
sostengo. De entrada, me asusté con lo que vi: el mundo del chamanismo, de los
aliados, de los cambios de forma y de los ataques mágicos son más reales de lo que
puedan serlo nunca los constructos de la ciencia, puesto que estos espíritus
ancestrales y su otro mundo pueden verse y experimentarse, pueden conocerse, en la
realidad no ordinaria.
Algo profundo, inesperado, prácticamente inimaginable, nos espera si llevamos
nuestro espíritu investigador en dirección al fenómeno de las plantas alucinógenas
chamánicas. La gente que está al margen de la historia occidental, aquellos que
todavía residen en un tiempo onírico preliterario, han tomado la antorcha ardiente de
un gran misterio. Sería una lección de humildad admitirlo y aprender de ellos, pero
esto pertenece también a la recuperación arcaica.
Ello no significa que debamos quedarnos boquiabiertos ante los logros del
«primitivo», en una nueva versión del ingenuo salvaje. Todos los que hemos
trabajado en este campo somos conscientes del hiato frecuente entre nuestras
previsiones de cómo «la auténtica gente de la selva» debe comportarse y la realidad
de la vida tribal cotidiana. Nadie comprende todavía la misteriosa inteligencia que
hay en el seno de las plantas, o el alcance de la idea de que la naturaleza comunica,
en un lenguaje básicamente químico, lo que es inconsciente pero profundo. Todavía
no comprendemos cómo los alucinógenos transforman el mensaje del inconsciente en
manifestaciones que puede contemplar la mente consciente. Dado que las gentes
arcaicas afilan sus intuiciones y sentidos utilizando cualquier tipo de plantas que
tienen a mano para aumentar sus ventajas adaptativas, gozan de poco tiempo para
filosofar. Hoy, el sentido de la existencia de esta clase de mente en la naturaleza,
descubierto por los chamanes, todavía debe reconocerse en su totalidad.
Mientras tanto, silenciosamente y al margen de la historia, el chamanismo ha
proseguido su diálogo con un mundo invisible. El legado chamánico puede actuar
como fuerza de equilibrio a la hora de volver a dirigir nuestra conciencia hacia el
destino colectivo de la biosfera. La fe chamánica estriba en creer que la humanidad
no carece de aliados. Existen fuerzas amistosas ante nuestra lucha por constituirnos
como especie inteligente. Pero están mudas y silenciosas, han de buscarse no en el
aterrizaje de escuadrillas de alienígenas procedentes de los cielos de nuestra tierra,
sino más cerca, en los parajes solitarios, en el ámbito de las cascadas, y también en
las praderas y pastos que actualmente muy raras veces pisamos.
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