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Foto del escritorAmenhotep VII

Caridad - C. S. Lewis



William Morris escribió un poema titulado El amor basta, y se dice que alguien

lo comentó brevemente con estas palabras: «No basta». Ese ha sido el tema principal

de mi libro: los amores naturales no son autosuficientes. Algo inicialmente descrito

de un modo vago como «decencia y sentido común», se revela luego como bondad y,

finalmente —en una relación determinada—, como la vida cristiana en su conjunto,

que debe venir en ayuda del sólo sentimiento, si el sentimiento quiere conservar su

dulzura.

Decir esto no es empequeñecer los amores naturales, sino indicar dónde reside su

verdadera grandeza. No es menospreciar un jardín decir que no puede cercarse o

desbrozarse por sí mismo, ni podar sus propios frutales, ni cortar la hierba de su

césped; un jardín es algo bueno, pero ésas no son las clases de bondad que posee. Un

jardín seguirá siendo un jardín —distinto de un lugar agreste— solamente si alguien

le hace todas esas cosas. Su verdadera gracia es de una especie muy distinta. El hecho

mismo de que necesite ser constantemente desbrozado y podado testimonia esa

misma gracia suya. Está rebosante de vida, brilla con sus colores, y huele que da

gloria, y en cada hora de un día de verano exhibe una belleza que el hombre no

hubiera podido crear jamás, y tampoco imaginar. Si queremos ver cuál es la

diferencia entre su contribución a esa belleza y la del jardinero, pongamos la maleza

más basta que produce junto a los azadones, rastrillos, tijeras y paquetes de

herbicidas: habremos puesto belleza y fecundidad junto a cosas estériles y muertas.

Del mismo modo, nuestro «sentido común y nuestra decencia» aparecerán como

algo gris y muerto al lado de la genialidad del amor. Y cuando un jardín está en la

plenitud de su esplendor, la aportación del jardinero a ese esplendor seguirá siendo,

en cierta forma, algo mezquino comparado con la contribución de la naturaleza. Sin

la vida que surge de la tierra, sin la lluvia, sin la luz y el calor que descienden del

cielo, el jardinero no podría hacer nada; cuando ha hecho todo lo que tenía que hacer,

no ha hecho más que ayudar aquí e impedir allá fuerzas y bellezas que tienen

diferente origen. Pero la participación del jardinero, aunque pequeña, es no sólo

laboriosa sino indispensable.

Cuando Dios plantó un jardín puso a un hombre a su cuidado, y puso al hombre

bajo El mismo. Cuando El plantó el jardín de nuestra naturaleza, e hizo que

prendieran allí los florecientes y fructíferos amores, dispuso que nuestra voluntad los

«vistiera». Comparada con ellos, nuestra voluntad es seca y fría, y a menos que Su

gracia descienda como descienden la lluvia y el sol, de poco serviría esa herramienta.

Pero sus laboriosos —y por mucho tiempo negativos— servicios son indispensables;

si fueron necesarios cuando el jardín era el Paraíso, ¡cuánto más ahora que la tierra se

ha maleado y parecen medrar desmesuradamente los peores abrojos! Pero no permita

el cielo que trabajemos con espíritu encogido o al modo de los estoicos. Mientras

cortamos y podamos, sabemos muy bien que lo que estamos cortando y podando está

lleno de un esplendor y de una vitalidad que nuestra voluntad racional no podría

proporcionarle nunca. Liberar ese esplendor para que llegue a ser con plenitud lo que

está intentando ser, para llegar a tener altos árboles en vez de enmarañados

matorrales, y manzanas dulces en vez de ácidas, es parte de nuestro proyecto.

Pero sólo parte; porque ahora debemos abordar un tema que he postergado

largamente. Hasta ahora casi nada se ha dicho de nuestros amores naturales como

rivales del amor a Dios. La cuestión no puede ser ya eludida por más tiempo. Mi

dilación obedecía a dos razones.

Una —ya mencionada— es que esta materia no es por donde la mayor parte de

nosotros necesita empezar. Rara vez se dirige «a nuestra natural condición» al

comienzo. Para la mayor parte de nosotros, la verdadera rivalidad radica entre el yo

egoísta y el yo humano, no inicialmente entre el yo humano y Dios. Resulta peligroso

imponerle a un hombre el deber de llegar más allá del amor terreno cuando su

verdadera dificultad consiste en llegar a él. Y sin duda es bastante más fácil amar

menos a nuestros semejantes e imaginar que esto sucede porque estamos aprendiendo

a amar más a Dios cuando la verdadera razón puede ser bien diferente: es posible que

sólo «estemos tomando las flaquezas de la naturaleza por un aumento de Gracia».

Mucha gente no encuentra difícil odiar a su mujer o a su madre. Mauriac, en una

hermosa escena, describe a los otros discípulos pasmados y asombrados de ese

extraño mandamiento, pero no Judas Iscariote: éste se lo traga fácilmente.

Pero destacar antes en este libro esa rivalidad entre los amores naturales y el amor

de Dios hubiera sido prematuro también en otro sentido. Ese recurso a la divinidad al

que nuestros amores acuden tan fácilmente puede ser refutado sin necesidad de ir tan

lejos. Los amores demuestran que son indignos de ocupar el lugar de Dios, porque ni

siquiera pueden permanecer como tales y cumplir lo que prometen sin la ayuda de

Dios. ¿Por qué molestarse en probar que algún insignificante principillo no es el

Emperador legítimo, cuando sin la ayuda del Emperador ni siquiera puede conservar

su trono, subordinado a él, ni puede mantener la paz por medio año en su pequeña

provincia?

Incluso por su propio interés, los amores naturales deben aceptar ser algo

secundario, si han de seguir siendo lo que quieren ser. En este sometimiento reside su

verdadera libertad: «Son más altos cuando se inclinan». Cuando Dios manda en un

corazón humano, aunque a veces tenga que derrocar a algunas de sus originarias

autoridades, mantiene a menudo a otras en sus puestos y, al someter su autoridad a la

Suya, da por primera vez a ese corazón una base sólida. Emerson ha dicho: «Cuando

se van los semidioses, llegan los dioses». Esta es una máxima muy dudosa. Digamos

mejor: «Cuando Dios llega, y sólo entonces, los semidioses pueden quedarse».

Entregados a ellos mismos desaparecen o se vuelven demonios. Solamente en Su

nombre pueden, con belleza y seguridad, «esgrimir sus pequeños tridentes». La

rebelde consigna «Todo por amor» es, en realidad, la garantía de la muerte del amor

(la fecha de la ejecución, por el momento, está en blanco).

Pero la cuestión de esta rivalidad, postergada tan largamente por estas razones,

debe ahora ser tratada; en cualquier época anterior, excepto el siglo XIX, podría

aparecer a lo largo de todo un libro sobre este tema. Si los Victorianos necesitaban

algo que les recordara que el amor no basta, teólogos más antiguos, en cambio,

decían siempre en voz muy alta que el amor natural es probablemente demasiado. El

peligro de amar demasiado poco a nuestros semejantes se les pasaba menos por la

cabeza que el de amarlos de una manera idolátrica. En cada esposa, madre, hijo y

amigo, ellos veían un posible rival de Dios, que es lo que por supuesto decía Nuestro

Señor (Lucas 14,26).

Hay un método para saber con seguridad si nuestro amor hacia nuestros

semejantes es inmoderado, método que me veo obligado a rechazar desde el

comienzo. Y lo hago temblando, pues me lo encontré en las páginas de un gran santo

y gran pensador, con quien tengo, felizmente, incalculables deudas.

Con palabras que aún pueden hacer brotar lágrimas, San Agustín describe la

desolación en que lo sumió la muerte de su amigo Nebridio (Confesiones IV,10).

Luego extrae una moraleja: esto es lo que pasa, dice, por entregar nuestro corazón a

cualquier cosa que no sea Dios. Todos los seres humanos mueren. No permitamos

que nuestra felicidad dependa de algo que podemos perder. Si el amor ha de ser una

bendición, no una desgracia, debemos dedicárselo al único Amado que jamás morirá.

Esto es, por supuesto, tener un excelente sentido común. No pongamos el agua en

una vasija quebrada. No invirtamos demasiado en una casa de la que nos pueden

echar. Y no hay ningún hombre que pueda asumir con más convicción que yo tan

prudentes máximas: ante todo, soy partidario de la seguridad. De todos los

argumentos contra el amor, ninguno atrae tanto a mi naturaleza como «¡Cuidado!, eso

te puede hacer sufrir».

A mi naturaleza, a mi temperamento, sí; pero no a mi conciencia. Cuando me dejo

llevar por esa atracción me doy cuenta de que estoy a mil millas de Cristo. Si de algo

estoy seguro es de que su enseñanza nunca tuvo por objeto confirmar mi preferencia

congénita por las inversiones seguras y los riesgos limitados. Dudo de que haya en mí

algo que pueda complacerle menos que eso. ¿Y quién podría imaginar el comenzar a

amar a Dios sobre una base tan prudente, porque la seguridad, por así decir, es mejor?

¿Quién podría siquiera incluirla entre las razones para amar? ¿Elegiría usted una

esposa o un amigo con ese espíritu?

Uno debería irse fuera del mundo del amor, de todos los amores, antes de calcular así.

El eros, el ilícito eros, al preferir al ser amado antes que la felicidad se parece más

al Amor en sí mismo que esto.

Pienso que este pasaje de las Confesiones es menos una parte del cristianismo de

San Agustín que una resaca de las elevadas filosofías paganas en medio de las que

creció. Está más cerca de la «apatía» estoica o del misticismo neoplatónico que de la

caridad. Nosotros somos seguidores de Uno que lloró por Jerusalén, y sobre la tumba

de Lázaro, y que, amándolos a todos, tenía sin embargo un discípulo a quien, en un

sentido especial, El «amaba». San Pablo tiene más autoridad ante nosotros que San

Agustín: San Pablo, el cual no parece que haya sufrido «como un hombre» ante la

grave enfermedad de Epafrodito, y da la impresión de que hubiera sufrido del mismo

modo si Epafrodito hubiese muerto (Filipenses 2,27).

Aun cuando se diera por sentado que las seguridades contra el dolor fueran

nuestra máxima sabiduría, ¿acaso Dios mismo las ofrece? Parece que no. Cristo llega

al final a decir: «¿Por qué me has abandonado?»

De acuerdo con las líneas sugeridas por San Agustín, no hay escapatoria. Ni

tampoco de acuerdo con otras líneas. No hay inversión segura. Amar, de cualquier

manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con

seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de

mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que

rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso;

guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo.

Pero en ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— cambiará, no se romperá, se

volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa de la tragedia, o al

menos del riesgo de la tragedia, es la condenación. El único sitio, aparte del Cielo,

donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del

amor es el Infierno.

Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la

voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí

mismo. Es como esconder el talento en un pañuelo, y por una razón muy parecida.

«Supe de ti que eres un hombre muy duro». Cristo no enseñó ni sufrió para que

llegáramos a ser, aun en los amores naturales, más cuidadosos de nuestra propia

felicidad. Si el hombre no deja de hacer cálculos con los seres amados de esta tierra a

quienes ha visto, es poco probable que no haga esos mismos cálculos con Dios, a

quien no ha visto. Nos acercaremos a Dios no con el intento de evitar los sufrimientos

inherentes a todos los amores, sino aceptándolos y ofreciéndoselos a El, arrojando

lejos toda armadura defensiva. Si es necesario que nuestros corazones se rompan y si

El elige el medio para que se rompan, que así sea.

Ciertamente, sigue siendo verdad que todos los amores naturales pueden ser

desordenados. «Desordenado» no significa «insuficientemente cauto», ni tampoco

quiere decir «demasiado grande»; no es un término cuantitativo. Es probable que sea

imposible amar a un ser humano simplemente «demasiado». Podemos amarlo

demasiado «en proporción» a nuestro amor por Dios; pero es la pequeñez de nuestro

amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo

desordenado. Esto también debe ser clarificado, porque si no podríamos perturbar a

algunos que van por el camino correcto, pero se alarman porque no sienten ante Dios

una emoción tan cálida y sensible como la que sienten por el ser amado de la tierra.

Sería muy deseable —por lo menos eso creo yo— que todos nosotros, siempre,

pudiéramos sentir lo mismo; tenemos que rezar para que ese don nos sea concedido;

pero el problema de si amamos más a Dios o al ser amado de la tierra no es, en lo que

se refiere a nuestros deberes de cristianos, una cuestión de intensidad comparativa de

dos sentimientos; la verdadera cuestión es —al presentarse esa alternativa—, a cuál

servimos, o elegimos, o ponemos primero. ¿Ante qué exigencia, en última instancia,

se inclina nuestra voluntad?

Como sucede con tanta frecuencia, las mismas palabras de Nuestro Señor son a la

vez muchísimo más duras y muchísimo más tolerables que las de los teólogos. El no

dice nada acerca de precaverse contras los amores de la tierra por miedo a quedar

herido; dice algo —que restalla como un latigazo— acerca de pisotearlos todos desde

el momento en que nos impidan seguir tras El. «Si alguno viene a Mí y no odia a su

padre y a su madre y a su esposa […] y aun a su propia vida, no puede ser mi

discípulo» (Lucas 14, 26).

¿Pero cómo he de entender la palabra «odiar»? Que el Amor mismo nos esté

mandando lo que habitualmente entendemos por odio —ordenándonos fomentar el

resentimiento, alegrarnos con la desgracia del otro, gozándonos en hacerle daño— es

casi una contradictio in terminis. Yo pienso que Nuestro Señor, en el sentido que aquí

se entiende, «odió» a San Pedro cuando le dijo: «¡Apártate de mí, Satanás; tú me

sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!»

(Mateo 16,23). Odiar es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada

cuando nos susurra las mismas insinuaciones del Demonio, por muy tierna y por muy

lastimosamente que lo haga. Un hombre, dice Jesús, que intenta servir a dos señores

«odiará» a uno y «amará» al otro. No se trata aquí, ciertamente, de meros

sentimientos de aversión y de atracción, sino de lo que estamos tratando: es decir, se

adherirá a uno, le obedecerá, trabajará para él, y, en cambio, no lo hará con el otro.

Examinemos igualmente la frase «Yo he amado a Jacob y, en cambio, he “odiado”

a Esaú» (Malaquías 1, 2-3). ¿Cómo se presenta en la historia real esa cosa llamada

«odio» de Dios por Esaú? No, de ningún modo, como podríamos esperarlo. No hay,

por supuesto, base ninguna para suponer que Esaú tuvo un mal fin y que perdió su

alma; el Antiguo Testamento, aquí y en otras partes, no tiene nada que decir respecto

a tales puntos. Y, por lo que se nos cuenta, la vida terrena de Esaú fue, desde todos

los puntos de vista corrientes, bastante más bendita que la de Jacob. Es Jacob quien

sufre todos los desengaños, humillaciones, terrores y desgracias; pero tiene algo que

Esaú no tiene: es un patriarca. Entrega a su sucesor la tradición hebraica, transmite la

vocación y la bendición, llega a ser un antepasado de Nuestro Señor. El «amor» a

Jacob parece que significa la aceptación de Jacob para una elevada, y dolorosa,

vocación; el «odio» a Esaú, su repudio: es «rechazado», no consigue «tener éxito», es

considerado no apto para ese propósito divino. Así pues, en último término, debemos

rechazar o descalificar lo que para nosotros sea lo más próximo y querido cuando eso

se interponga entre nosotros y nuestra obediencia a Dios. Dios sabe que parecerá algo

muy semejante al odio; pero no debemos obrar guiados por la compasión que

sentimos, sino que debemos ser ciegos a esas lágrimas y sordos a esos ruegos.

No diré que este deber sea difícil; algunos lo encuentran demasiado fácil; otros lo

consideran duro, más allá de lo soportable. Lo que es difícil para todos es saber

cuándo surge la ocasión para este «odio». Nuestro temperamento nos engaña. Los

que son blandos y tiernos —maridos complacientes, esposas sumisas, padres

chochos, hijos irrespetuosos— no creerán fácilmente que pueda llegar alguna vez ese

momento. Las personas prepotentes, con esa arrogancia propia de los matones, lo

creerán demasiado pronto. Por eso es de tan extremada importancia moderar nuestros

amores, de tal manera que sea imposible que esa ocasión se produzca.

Cómo puede suceder esto lo podemos ver, en un nivel muy inferior, cuando el

Caballero poeta, al partir hacia la guerra, dice a su dama:


No podría quererte, oh amada, tanto

si no amara aún más el honor.


Hay mujeres para quienes esta argumentación no tendría el mas mínimo sentido.

El «honor» sería para ellas solamente una de esas cosas estúpidas de que los hombres

hablan; una excusa formal, y, por lo tanto, un agravante, una ofensa contra la «ley del

amor» que el Caballero poeta está a punto de cometer. Lovelace, en cambio, puede

usarla con toda confianza, porque su dama es la dama de un caballero, que valora

como él las exigencias del honor. El no necesita «odiarla», enfrentarse a ella, porque

él y ella reconocen la misma ley: desde hace tiempo están de acuerdo sobre este

asunto, porque ambos lo han comprendido. No es necesario iniciar ahora la tarea de

convertirla a ella a la fe en el honor —ahora, cuando tomar una decisión depende de

ellos dos—. Es este previo acuerdo el que es tan necesario cuando se trata de

exigencias aun mayores que la del honor. Sería demasiado tarde, cuando se presenta

una crisis, empezar a decirle a la esposa o al marido o a la madre o al amigo que

nuestro amor tenía desde siempre una reserva secreta: que estaba «sujeto a Dios» o

que duraría «mientras un Amor superior no lo impidiera». Tenían que haber sido

advertidos; no necesariamente de un modo explícito, sino por el contenido mismo de

mil conversaciones, por los principios básicos en que uno cree y que quedan

manifiestos en cien distintas decisiones sobre asuntos cotidianos. De hecho, un

desacuerdo real sobre este problema tendría que haberse hecho sentir con suficiente

antelación como para impedir que un matrimonio o una amistad llegaran a cuajar. El

mejor amor, del tipo que sea, no es ciego. Oliver Elton, refiriéndose a Carlyle y a

Mili, dijo que discrepaban acerca de la justicia, y que esa discrepancia era,

naturalmente, fatal «para cualquier amistad digna de ese nombre». Si el «Todo por

amor» está implícito en la actitud del amado, su amor no tiene entidad: no se

relaciona de manera correcta con el Amor en sí mismo.

Y esto me lleva al pie de la última escarpada ascensión, que este libro debe

intentar. Tengo que tratar de relacionar las actividades humanas llamadas «amores»

con ese Amor que es Dios con un poco más de precisión de lo que lo hemos hecho

hasta ahora. La precisión puede ser, por supuesto, sólo la de un modelo o un símbolo,

seguros de que no nos fallará y de que, incluso mientras la usemos, necesitará ser

corregida de acuerdo con otros modelos. El más humilde de nosotros, en estado de

Gracia, puede tener cierto «conocimiento por familiaridad», gustar algún «sabor» del

Amor en sí mismo; pero el hombre, aun en su más alto grado de santidad e

inteligencia, no tiene un «saber» directo del Ser Supremo, sino sólo por analogía. No

podemos ver la luz, aunque por la luz podemos ver las cosas. Las afirmaciones sobre

Dios son extrapolaciones del conocimiento de otras cosas que la iluminación divina

nos permite conocer. Me detengo en hacer estas reservas porque, en lo que sigue, mi

esfuerzo por ser claro (y no alargarme indebidamente) podría hacer pensar en una

seguridad en lo que digo que no siento en absoluto. Estaría loco si la sintiera.

Considérenlo como el sueño de un hombre, casi como una fábula de un hombre. Si en

ello hay algo que a ustedes les sirva, úsenlo; en caso contrario, olvídenlo.

Dios es amor. Recordemos una vez más aquello de que «en esto está el amor, no

en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero» (Juan

4,10). No debemos empezar con el misticismo, con el amor de la criatura a Dios, o

con los maravillosos anticipos de la fruición de Dios, dispensados a algunos en su

vida terrena. Comenzamos con el verdadero comienzo, con el Amor como energía

divina. Este amor primordial es el Amor-Dádiva. En Dios no hay un hambre que

necesite ser saciada; sólo abundancia, que desea dar. La doctrina de que Dios no tenía

ninguna necesidad de crear no es una fórmula de árida especulación escolástica, es

algo esencial; sin ella difícilmente podríamos evitar el concepto de lo que se puede

llamar un Dios «administrador»; un Ser cuya función o naturaleza sería la de

«manejar» el universo, del que está atento, como un director lo está de su escuela, o

como un hotelero al frente de su hotel. Pero el hecho de ser soberano del universo no

es una gran tarea para Dios. En Sí Mismo, en su casa, en «la tierra de la Trinidad», es

Soberano de un reino mucho más grande. Debemos tener siempre presente esa visión

de Lady Julián en la que Dios llevaba en su mano un objeto pequeño como una nuez,

y que esa nuez era «todo lo que está hecho».

Dios, que no necesita nada, da por amor la existencia a criaturas completamente

innecesarias, a fin de que El pueda amarlas y perfeccionarlas. Crea el universo

previendo —¿o deberíamos decir «viendo», pues en Dios no hay tiempo?— la

zumbante nube de moscas en torno a la Cruz, Su espalda desollada contra el rugoso

madero, los clavos hundidos en la carne atravesando los nervios, la repetida asfixia

creciente a medida que el cuerpo desfallece, la reiterada tortura de la espalda y los

brazos al enderezar el cuerpo una y otra vez para poder respirar. Si se me permite una

imagen biológica, diría que Dios es un «huésped» que crea deliberadamente Sus

propios parásitos; nos da el ser para que podamos explotarlo y «sacar provecho» de

El. Esto es el amor. Este es el diagrama del Amor en sí mismo, el inventor de todos

los amores.

Dios, como Creador de la naturaleza, implanta en nosotros tanto los amoresdádiva como los amores-necesidad. Los amores-dádiva son imágenes naturales de El

mismo; cercanos a El por semejanza, no son necesariamente, ni en todos los hombres,

cercanía de aproximación. Una madre abnegada, un buen gobernante o maestro

pueden dar y dan, mostrando así continuamente esa semejanza, sin que llegue a ser

semejanza de aproximación. Los amores-necesidad, hasta donde me ha sido posible

verlo, no tienen parecido con el Amor que es Dios. Son más bien correlativos,

opuestos; no como el mal es opuesto al bien, sino como la forma de una torta es

opuesta a la forma de su molde.

Pero, además de estos amores naturales, Dios puede conceder un don muchísimo

mejor o, más bien —ya que nuestras mentes tienen que dividir y compartimentar—,

dos dones.

Él comunica a los hombres una parte de su propio Amor- Dádiva, diferente de los

amores-dádiva que ha infundido en su naturaleza. Estos amores nunca buscan, así,

simplemente, el bien del objeto amado por el bien del objeto en sí. Se inclinan en

favor de los bienes que pueden conceder, o de los que ellos prefieren, o bien de los

que se adecúan a una imagen preconcebida de la vida que ellos desean que se lleve a

término; pero el Amor-Dádiva divino —el Amor en sí mismo que actúa en un

hombre— es enteramente desinteresado y quiere simplemente lo que es mejor para el

ser amado.

Dicho de otro modo, el amor-dádiva natural va siempre dirigido a objetos que el

enamorado considera en cierto modo intrínsecamente dignos de amor: objetos hacia

los que lo atraen el afecto o el eros, o un punto de vista que ambos comparten o, a

falta de eso, se inclina hacia los que son agradecidos o hacia los que se lo merecen, o

tal vez hacia aquellos cuyo desamparo conmueve y obliga a decidirse por ellos.

Pero el amor-dádiva en el hombre le permite también amar lo que no es

naturalmente digno de amor: los leprosos, criminales, enemigos, a los amargados, a los orgullosos y a los despreciativos.

Y, finalmente, como por una gran paradoja, Dios capacita al hombre para que

tenga amor-dádiva hacia El Mismo. Es claro que, en un cierto sentido, nadie puede

dar a Dios nada que no sea ya suyo, y si ya es suyo, ¿qué ha dado el hombre? Pero si,

como es obvio, podemos desentendemos de Dios, desviar de El nuestra voluntad y

nuestro corazón, también, en ese sentido, podemos entregárselos. Lo que es Suyo por

derecho, y que no existiría ni por un instante si dejara de ser Suyo (como la canción

en el que está cantando), lo ha hecho sin embargo nuestro, de tal modo que podemos

libremente ofrecérselo a El de nuevo. «Nuestras voluntades son nuestras para que

podamos hacerlas Tuyas». Además, como todos los cristianos saben, hay otra manera

de dar a Dios: cada desconocido a quien alimentamos y vestimos es Cristo. Y esto es

amor-dádiva a Dios, lo sepamos o no. El Amor en sí mismo puede actuar en los que

nada saben de El. Las «ovejas» de la parábola no tenían ni idea ni del Dios escondido

en el prisionero al que visitaban ni del Dios escondido en ellas mismas cuando hacían

la visita. (Pienso que toda la parábola se refiere al juicio de los gentiles, porque

comienza diciendo, en griego, que el Señor convocará a «todas las naciones» ante El:

presumiblemente, los gentiles, los goyim.)

Ese amor-dádiva viene por la Gracia, y todos estarán de acuerdo en que debería

llamarse caridad. Pero debo añadir algo que quizá no sea fácilmente admitido. Dios, a

mi modo de ver, concede dos dones más: un amor-necesidad de Él sobrenatural, y un

amor-necesidad sobrenatural de unos para con otros. Con el primero no me estoy

refiriendo al amor de apreciación por El, al don de adoración. Lo poco que tengo que

decir sobre este tema tan elevado —elevadísimo— vendrá más adelante. Me refiero

ahora a un amor que no sueña con el desinterés, sino a una indigencia sin fondo,

como un río que va haciendo su propio cauce, como un vino mágico que al ser

escanciado crea simultáneamente el vaso que lo contiene, así convierte Dios nuestra

necesidad de El en amor-necesidad de El. Lo que es todavía más extraño es que cree

en nosotros una más que natural receptividad de la caridad por nuestros semejantes,

necesidad que está muy cerca de la voracidad, y como nosotros somos ya tan voraces,

parece una gracia extraña; pero no puedo sacarme de la cabeza que esto es lo que

sucede.

Consideremos primero ese sobrenatural amor-necesidad de Dios, concedido por

la Gracia. Por supuesto que la Gracia no crea la necesidad. Esta existía ya, era «un

dado» (como dicen los matemáticos) en el mero hecho de ser nosotros criaturas, e

incalculablemente incrementada por ser nosotros criaturas caídas. Lo que la Gracia da

es el pleno reconocimiento, la conciencia sensible, la total aceptación, más aún —con

ciertas reservas—, la complacida aceptación de esta necesidad; porque sin la Gracia

nuestros deseos y nuestras necesidades entran en conflicto.

Todas aquellas expresiones de indignidad que la práctica cristiana pone en boca

del creyente aparecen ante los extraños como las degradantes, insinceras y abyectas

palabras de un adulador ante el tirano o, en el mejor de los casos, como una façon de

parler, como esa desvalorización de sí mismo de un caballero chino cuando se

autonominaba «esta ordinaria e ignorante persona». En realidad, sin embargo, esas

expresiones manifiestan el intento, continuamente renovado, porque continuamente

necesario, de negar esa falsa concepción de nosotros mismos y de nuestra relación

con Dios que la naturaleza, hasta cuando oramos, nos está siempre recomendando.

Tan pronto como creemos que Dios nos ama surge como un impulso por creer que es

no porque El es Amor, sino porque nosotros somos intrínsecamente amables. Los

paganos obedecían a este impulso con cierto descaro: un hombre bueno era «caro a

los dioses» porque era bueno. Nosotros, al estar más instruidos, recurrimos a un

subterfugio. Lejos de nosotros pensar que tenemos virtudes por las que Dios podría

amarnos, ¡pero qué magnífica forma tenemos de arrepentimos de nuestros pecados!

Como dice Bunyan al describir su primera e ilusoria conversión: «Creía que no había

en toda Inglaterra un hombre que agradara tanto a Dios como yo». Superado esto,

ofrecemos luego nuestra propia humildad a la admiración de Dios. ¿Le agradará

«esto»? O si no es esto, será nuestra clara percepción y el humilde reconocimiento de

que aún carecemos de humildad. Así pues, en lo más profundo de lo profundo, en lo

más sutil de lo sutil, persiste la persistente idea de nuestro propio, muy propio,

atractivo. Resulta fácil admitir, pero es casi imposible mantenerlo cómo algo real por

largo tiempo, que somos espejos cuyo brillo, si brillamos, proviene totalmente del sol

que resplandece desde allá arriba en nosotros. ¿Pero no tendremos un poco, aunque

sea un poco, de luminosidad innata? ¿Será posible que seamos «solamente»

criaturas?

Este embrollado absurdo de una necesidad, aun si es un amor-necesidad, que

nunca reconoce del todo su propia indigencia, es sustituido por la Gracia por una

aceptación plena, ingenua y complacida de nuestra necesidad, una alegría en total

dependencia. Nos convertimos en «alegres mendigos». El hombre bueno se duele por

los pecados que han aumentado su necesidad, no se duele por la nueva necesidad que

han producido. Y no se duele nada por la inocente necesidad inherente a su condición

de criatura. Esta ilusión a la que la naturaleza se aferra como a su último tesoro, esta

pretensión de que tenemos algo que es nuestro, que podríamos retener durante una

hora por nuestra propia fuerza lo bueno que Dios pueda derramar en nosotros, nos

había impedido ser felices. Hemos sido como bañistas que quieren tener los pies, o un

pie, tocando fondo, cuando la pérdida de ese punto de apoyo significaría entregarse al

delicioso vaivén de las olas. Las consecuencias de separarnos de nuestro último

anhelo de intrínseca libertad, poder o reconocimiento son la libertad, el poder o el

merecimiento realmente nuestros sólo porque Dios nos los concede, y porque

sabemos que, en otro sentido, no son «nuestros». Anodos se ha liberado de su

sombra.

Pero Dios también transforma nuestro amor-necesidad de unos para con otros,

que requiere igual transformación. En realidad, todos necesitamos a veces —algunos

de nosotros muchas veces— esa caridad de los otros que, al estar el Amor en sí

mismo en ellos, ama lo que no es amable. Pero esto, a pesar de que es la clase de

amor que necesitamos, no es la que deseamos: queremos ser amados por nuestra

inteligencia, belleza, generosidad, honradez, eficacia. Al advertir por primera vez que

alguien nos está ofreciendo el amor supremo nos produce un impacto terrible. Esto es

tan sabido que las personas malignas pretenderán que nos aman con caridad,

precisamente porque saben que eso nos va a herir. Decirle a alguien que espera una

reanudación del afecto, de la amistad o del eros: «Como cristiano, te perdono» es,

sencillamente, una forma de continuar la pelea. Quienes lo dicen están, por supuesto,

mintiendo; pero no se diría esa mentira con el propósito de herir si, de ser verdad, no

hiriera.

A través de un caso extremo se puede ver lo difícil que es recibir y seguir

recibiendo de otros un amor que no depende de nuestro propio atractivo. Suponga

usted que es un hombre que, al poco tiempo de casarse, es atacado por una

enfermedad incurable que, antes de que le mate, le deja durante muchos años inútil,

imposibilitado para todo, y con un aspecto espantoso y desagradable, teniendo

además que depender de lo que su mujer gana; se ve usted empobrecido, cuando su

ambición había sido la de enriquecerse; disminuido incluso intelectualmente, y

sacudido por accesos de malhumor incontrolables y lleno de perentorias exigencias.

Y supongamos que los cuidados y la piedad de su mujer son inagotables.

El hombre que pueda asumir esto con buen ánimo, que pueda sin resentimiento

recibirlo todo y no dar nada, que pueda abstenerse de decir esas pesadas frases sobre

lo despreciable que es uno, que no son otra cosa que una petición de mimo y de

seguridad, ese hombre estará haciendo algo que el amor-necesidad en su simple

condición natural no podría hacer. (Sin duda aquella esposa estará llevando a cabo

algo que también sobrepasa el alcance del amor-dádiva, pero ahora no es ése nuestro

tema.) En un caso como ése, recibir es más duro y tal vez más meritorio que dar; pero

lo que ilustra este caso extremo es algo universal: que todos estamos recibiendo

caridad. Hay algo en cada uno de nosotros que, de modo natural, no puede ser amado;

no es culpa de nadie que eso no sea amado, porque sólo lo que es amable puede ser

amado naturalmente; pretender lo contrario sería lo mismo que pedirle a la gente que

le guste el sabor a pan rancio o el ruido de un taladro mecánico. Podemos ser

perdonados, compadecidos y amados a pesar de todo, con caridad; pero no de otra

manera. Todos los que tienen buenos padres, esposas, maridos o hijos pueden estar

seguros de que a veces —y quizá siempre, respecto a algún rasgo o hábito en

concreto— están recibiendo caridad, que no son amados porque son amables, sino

porque el Amor en sí mismo está en quienes los aman.

Así Dios, admitido en el corazón humano, transforma no sólo el amor-dádiva sino

el amor-necesidad; y no sólo nuestro amor-necesidad por El, sino el amor-necesidad

de unos hacia otros. Esto, por supuesto, no es lo único que puede ocurrir; El puede

venir con algo que quizá nos parezca una misión más tremenda, y exigirnos

totalmente la renuncia absoluta al amor natural. Una vocación superior y terrible,

como la de Abraham, puede constreñir a un hombre a dar la espalda a su propio

pueblo y a la casa de su padre. Puede que el eros, dirigido a un objeto prohibido,

tenga que ser sacrificado; en tales casos, el proceso, aunque difícil de sobrellevar, es

fácil de comprender. Aunque lo que más probablemente nos puede pasar por alto es la

necesidad de una transformación cuando al amor natural se le permite continuar.

En ese caso, el Amor Divino no «sustituye» al amor natural, como si tuviéramos

que deshacernos de la plata para dejar sitio al oro. Los amores naturales están

llamados a ser manifestaciones de la caridad, permaneciendo al mismo tiempo como

los amores naturales que fueron.

Se advierte aquí inmediatamente una especie de eco o imitación o consecuencia

de la Encarnación misma. Y esto no debe sorprendernos, pues el Autor de ambos es

el mismo. Como Cristo es perfecto Dios y perfecto Hombre, los amores naturales

están llamados a ser caridad perfecta, y también amores naturales perfectos. Como

Dios se hace Hombre «no porque la Divinidad se convierta en carne, sino porque la

humanidad es asumida por Dios», lo mismo aquí: la caridad no se rebaja haciéndose

simple amor natural, sino que el amor natural es asumido —haciéndose su

instrumento obediente y armónico— por el Amor en sí mismo.

Cómo puede suceder esto es algo que la mayoría de los cristianos sabe. Todas las

actividades de los amores naturales (con la sola excepción del pecado) pueden, a su

tiempo, transformarse en obras de feliz y audaz y agradecido amor-necesidad, o en

obras de generoso y sincero amor-dádiva, y ambos son caridad. Nada es ni demasiado

trivial ni demasiado animal para que pueda ser así transformado: un juego, una

broma, tomar una copa con alguien, una charla ligera, un paseo, el acto de venus,

todas esas cosas pueden ser modos con los que perdonamos o aceptamos el perdón,

con los que consolamos o nos reconciliamos, con los que «no buscamos nuestro

propio interés». Así, en nuestros mismos instintos, apetitos y pasatiempos, el Amor se

ha preparado «un cuerpo» para sí mismo.

Pero he dicho «a su tiempo». El tiempo pasa pronto. La total y segura

transformación de un amor natural en forma de caridad es un trabajo tan difícil que

quizá ningún hombre caído se haya siquiera aproximado a realizarlo con perfección.

Con todo, la ley de que los amores deben transformarse así es, me parece a mí,

inexorable.

Una dificultad está en que aquí podemos, como suele ser habitual, tomar una

dirección equivocada. Una agrupación o familia cristiana —quizá demasiado

cristiana «de palabra»—, habiendo captado ese principio, puede hacer ostentación

con su conducta exterior y especialmente con sus palabras de haber conseguido esa

transformación: una ostentación elaborada, ruidosa, embarazosa e intolerable. Esas

personas hacen de cualquier menudencia un asunto de una importancia

explícitamente espiritual, y lo hacen en público y a voces (si se dirigieran a Dios, de

rodillas, y tras una puerta cerrada, sería otra cosa). Siempre están pidiendo o bien

ofreciendo el perdón aunque no haya necesidad y de un modo molesto. ¿Quién no

preferiría vivir con esa gente corriente que superan sus rabietas (y las nuestras) sin

darle importancia, dejando que el haber comido o el haber dormido o una amable

broma arreglen todo? El verdadero trabajo, entre todos nuestros trabajos, tiene que

ser el más escondido; incluso, en la medida que sea posible, escondido para nosotros

mismos: que nuestra mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. No llegaremos

muy lejos si jugamos a las cartas con los niños «solamente» para entretenerles o para

demostrarles que han sido perdonados. Si esto es lo mejor que podemos hacer, está

bien que lo hagamos; pero sería mejor si una caridad más profunda, menos

premeditada, nos diera un talante espiritual por el que divertirnos un poco con los

niños fuese lo que en ese momento más deseáramos.

Somos, sin embargo, muy ayudados en esa necesaria tarea por ese aspecto de

nuestra propia experiencia del que precisamente más nos quejamos: nunca nos falta la

invitación a que nuestros amores naturales se conviertan en caridad, y le

proporcionan esos roces y frustraciones en que ellos mismos nos ponen; prueba

inequívoca de que el amor natural «no basta», inequívoca, a no ser que estemos

cegados por el egoísmo. Cuando lo estamos, usamos de esas contrariedades de una

manera absurda: «Con que hubiera tenido un poco más de suerte con mis hijos (este

niño se parece cada día más a su padre), los hubiera podido querer perfectamente».

Pero todos los niños son a veces exasperantes; y la mayoría de ellos son con

frecuencia odiosos. «Sólo con que mi marido fuera un poco más considerado, menos

perezoso, menos extravagante…», «Sólo con que mi mujer tuviera menos caprichos y

más sentido común, y fuera menos extravagante…», «Si mi padre no fuera tan

endemoniadamente prosaico y tacaño…». Pero en cada uno, y por supuesto en

nosotros mismos también, existe eso que requiere paciencia, comprensión, perdón. La

necesidad de practicar esas virtudes nos plantea primero, nos obliga luego a ese

necesario esfuerzo de convertir —más estrictamente hablando: dejar a Dios que

convierta— nuestro amor natural en caridad. Esas contrariedades y esos roces son

beneficiosos. Hasta suele suceder que cuando escasean, la conversión del amor

natural se hace más difícil. Cuando son frecuentes, la necesidad de superarlos es

obvia. Superarse cuando uno se siente tan plenamente satisfecho y tan poco estorbado

como lo pueden permitir las circunstancias terrenas —conseguir ver que debemos

elevarnos cuando todo parece estar tan bien— puede requerir una conversión más

sutil y una más delicada sensibilidad. De parecida manera le puede ser también difícil

al «rico» entrar en el Reino.

con todo, creo yo, la necesidad de conversión es inexorable; al menos si nuestros

amores naturales han de entrar en la vida celestial. Que pueden entrar lo cree la

mayoría de nosotros. Podemos esperar que la resurrección del cuerpo signifique

también la resurrección de lo que podríamos llamar el «cuerpo mayor», el tejido

general de nuestra vida en la tierra con todos sus afectos y relaciones; pero sólo con

una condición, no una condición arbitrariamente puesta por Dios, sino una que es

necesariamente inherente al carácter del Cielo: nada puede entrar allí que no haya

llegado a ser celestial. «La carne y la sangre», la sola naturaleza, no pueden heredar

ese Reino. El hombre puede subir al Cielo sólo porque Cristo, que murió y subió al

Cielo, está «informándole a él». ¿No deberíamos pensar que eso es verdad de igual

manera con los amores naturales de un hombre? Sólo aquellos en quienes entró el

Amor en sí mismo ascenderán al Amor en sí mismo. Y sólo podrán resucitar con El si

en alguna medida y manera compartieron Su muerte; si el elemento natural se ha

sometido en ellos a la transformación, o bien año tras año o bien con una súbita

agonía. La figura de este mundo pasa. El nombre mismo de naturaleza implica lo

transitorio. Los amores naturales pueden aspirar a la eternidad sólo en la medida en

que se hayan dejado llevar a la eternidad por la caridad, en la medida en que hayan

por lo menos permitido que ese proceso comience aquí en la tierra, antes de que

llegue la noche, cuando ningún hombre puede trabajar. Y ese proceso siempre supone

una especie de muerte. No hay escapatoria. En mi amor por la esposa o por el amigo,

el único elemento eterno es la presencia transformadora del Amor en sí mismo; si en

alguna medida todos los otros elementos pueden esperar —como nuestros cuerpos

físicos también lo esperan— a ser resucitados de la muerte, es sólo por esta presencia.

Porque en ellos sólo esto es santo, sólo esto es el Señor.

Los teólogos se han preguntado en ocasiones si nos «conoceremos unos a otros en

el Cielo», y si las relaciones amorosas particulares conseguidas en la tierra seguirán

teniendo algún sentido. Parece razonable contestar: «Depende de la clase de amor que

hubiera llegado a ser, o que estaba llegando a ser, en la tierra». Porque seguramente

encontrar a alguien en la vida eterna por quien sentimos en este mundo un amor,

aunque fuese fuerte, solamente natural, no nos resultaría, sobre ese supuesto, ni

siquiera interesante. ¿No sería como encontrar, ya en la vida adulta, a alguien que

pareció ser un gran amigo en la escuela básica y lo era solamente debido a una

comunidad de intereses y de actividades? Si no era más que eso, si no era un alma

afín, hoy será un perfecto extraño; ninguno de los dos practica ya los mismos juegos,

uno ya no desea intercambiar ayuda para la tarea de francés a cambio de la de

matemáticas. En el Cielo, supongo yo, un amor que no haya incorporado nunca al

Amor en sí mismo sería igualmente irrelevante; porque la sola naturaleza ha sido

superada: todo lo que no es eterno queda eternamente envejecido.

Pero no puedo terminar este comentario. No me atrevo —y menos aun cuando

son mis propios deseos y miedos los que me impulsan a ello— a dejar que algún

desolado lector, que ha perdido a un ser amado, se quede con la ilusión, por otra parte

difundida, de que la meta de la vida cristiana es reunirse con los muertos queridos.

Negar esto puede sonar de modo desabrido y hasta falso en los oídos de los que

sufren por una separación; pero es necesario negarlo.

«Tú nos hiciste para Ti —dice San Agustín—, y nuestro corazón está inquieto

hasta que descanse en Ti». Esto, tan fácil de creer por unos instantes delante del altar,

o quizá medio rezando y medio meditando en un bosque en primavera, parece una

burla cuando se está a la cabecera de un lecho de muerte. Pero nos sentiremos

realmente mucho más burlados si, despreciando esto, anclamos nuestro consuelo en

la esperanza de gozar algún día, y esta vez para siempre —quizá incluso con la ayuda

de una séance y de la nigromancia—, del ser amado de la tierra, y nada más. Es

difícil no imaginar que tal prolongación sin fin de la felicidad terrena sería

absolutamente satisfactoria.

Pero, si puedo confiar en mi propia experiencia, inmediatamente sentimos una

perspicaz advertencia de que hay algo equivocado en todo lo dicho: en el momento

en que procuramos hacer uso de nuestra fe en el otro mundo con este propósito, esa fe

se debilita. Aquellos momentos de mi vida en que mi fe se ha mostrado

verdaderamente firme han sido momentos en que Dios mismo era el centro de mis

pensamientos. Creyendo en El podía entonces creer en el Cielo como corolario; pero

el proceso inverso —creer primero en la reunión con el ser amado y luego, con

motivo de esa reunión, creer en el Cielo, y, finalmente, con motivo del Cielo creer en

Dios— no da buen resultado. Desde luego, uno puede imaginar lo que quiera; pero

una persona con capacidad de autocrítica pronto se dará cuenta, y cada vez más, de

que la imaginación en juego es la propia, y sabe que está urdiendo sólo fantasías. Y

las almas más sencillas encontrarán esos fantasmas con que tratan de alimentarse

vacíos de todo consuelo y alimento; sólo estimuladas a creer en un remedo de

realidad mediante penosos esfuerzos de autohipnotismo, y quizá con la ayuda de

innobles imágenes e himnos y, lo que es peor, de brujería.

Descubrimos así por experiencia que no es bueno apelar al Cielo para tener un

consuelo terreno. El Cielo puede dar consuelo celestial, no de otra clase. Y la tierra

tampoco puede dar consuelo terreno, porque, a la larga, no hay ningún consuelo

terreno.

Porque el sueño de encontrar nuestro fin —aquello para lo que fuimos hechos—

en un Cielo de amor puramente humano, no podría ser verdad a menos que toda

nuestra Fe estuviese equivocada. Hemos sido hechos para Dios, y sólo siendo de

alguna manera como El, sólo siendo una manifestación de Su belleza, de su bondad

amorosa, de su sabiduría o virtud, los seres amados terrenos han podido despertar

nuestro amor. No es que los hubiéramos amado demasiado, sino que no entendíamos

bien qué era lo que estábamos amando. No es que se nos vaya a pedir que los

dejemos, tan entrañablemente familiares como nos han sido, por un Extraño. Cuando

veamos el rostro de Dios sabremos que siempre lo hemos conocido. Ha formado

parte, ha hecho, sostenido y movido, momento a momento, desde dentro, todas

nuestras experiencias terrenas de amor puro. Todo lo que era en ellas amor verdadero,

aun en la tierra era mucho más Suyo que nuestro, y sólo era nuestro por ser Suyo. En

el Cielo no habrá angustia ni el deber de dejar a nuestros seres queridos de la tierra.

Primero, porque ya los habremos dejado: los retratos por el Original, los riachuelos

por la Fuente: las criaturas que El hizo amables por el Amor en sí mismo. Pero, en

segundo lugar, porque los encontraremos a todos en El. Al amarlo a El más que a

ellos, los amaremos más de lo que ahora los amamos.

Pero todo eso está lejos, en «la tierra de la Trinidad», no aquí en el exilio, en el

valle de las lágrimas. Aquí abajo, todo es pérdida y renuncia. El designio mismo de

una desgracia, en la medida en que nos afecta, puede haber sido decidido para

forzarnos a aceptarla. Nos vemos entonces impelidos a procurar creer lo que aún no

podemos sentir: que Dios es nuestro verdadero Amado. Por eso considerar algo como

una desgracia es en cierto modo más fácil para el ateo que para nosotros: puede

maldecir y rabiar, y levantar sus puños contra el universo entero, y, si es un genio,

escribir poemas como los de Housman o Hardy; pero nosotros, desde nuestra

situación más modesta, cuando el menor esfuerzo nos parece excesivo, debemos

comenzar por intentar conseguir lo que parece imposible.

«¿Es fácil amar a Dios?», pregunta un antiguo autor. «Es fácil —contesta— para

quien Le ama.» He incluido dos Gracias bajo la palabra caridad; pero Dios puede dar

una tercera, puede despertar en el hombre un amor de apreciación sobrenatural hacia

El. De entre todos los dones, éste es el más deseable, porque aquí, y no en nuestros

amores naturales, ni tampoco en la ética, radica el verdadero centro de toda la vida

humana y angélica. Con esto, todas las cosas son posibles.

Y con esto, donde un mejor libro podría empezar, debe terminar el mío. No me

atrevo a seguir. Dios sabe, no yo, si acaso he probado este amor. Tal vez solamente he

imaginado su sabor. Los que, como yo, tienen una imaginación que va más allá de la

obediencia, están expuestos a un justo castigo: fácilmente imaginamos poseer

condiciones mucho más elevadas que las que realmente hemos alcanzado. Si

describimos lo que hemos imaginado, podemos hacer que otros, como también

nosotros mismos, crean que realmente hemos llegado tan alto. Y si sólo lo he

imaginado, acaso es un mayor engaño el que incluso lo imaginado haga que, en

ciertos momentos, todos los demás objetos deseados —sí, incluso la paz, incluso el

no tener ya miedo— parezcan juguetes rotos, flores marchitas. Quizá. Quizá para

muchos de nosotros toda experiencia defina simplemente, por así decir, la forma del

hueco donde debería estar nuestro amor a Dios. No es suficiente, pero algo es. Si no

podemos poner en práctica «la presencia de Dios», algo es poner en práctica la

ausencia de Dios; tomar creciente conciencia de nuestra inconsciencia, hasta

sentirnos como quien está junto a una gran catarata y no oye ningún ruido, o como el

hombre del cuento que se mira en el espejo y no encuentra en él ningún rostro, o

como un hombre que en sueños tiende su mano hacia objetos visibles y no obtiene

ninguna sensación táctil. Saber que uno está soñando es no estar completamente

dormido.

Pero para saber de ese mundo en completa vigilia tendrán que recurrir ustedes a

quienes son mejores que yo.


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