No debiéramos considerar que una caminata, como algunos nos hacen suponer,
es únicamente un modo mejor o peor de observar la naturaleza. Existen muchas
formas de disfrutar de un paisaje igualmente válidas, si bien ninguna más intensa, a
pesar de los hipócritas diletantes, que desde un vagón de tren. Sin embargo, en una
caminata, el paisaje es bastante accesorio. Aquel que verdaderamente pertenece a la
hermandad caminante no pasea a la búsqueda de lo pintoresco, sino de ciertos
agradables estados de ánimo: la esperanza y la energía con las que comienza la
marcha en la mañana, así como la paz y la saciedad espiritual del descanso de la
noche. Este no sabría decir si se coloca el morral o se lo retira con mayor placer; la
excitación de la partida lo entona para la de la llegada. Haga lo que haga, no se tratará
únicamente de una recompensa en sí misma, sino que será aún más gratificación en
sus consecuencias, de modo que un placer conduce a otro en una cadena sin fin. Es
este hecho el que tan pocos pueden comprender; bien estarán en todo momento
ganduleando o bien siempre a ocho kilómetros por hora; no comparan lo uno con lo
otro, preparando todo el día para la noche y toda la noche para el día siguiente. Es,
sobre todo, en este punto en el que el campeón de las caminatas yerra en su
comprensión; su corazón se rebela contra los que beben su curasao en copas de licor,
cuando él mismo puede tragárselo desde una botella marrón. No considera que el
sabor es más delicado en pequeñas dosis. No cree que caminar una distancia tan
desmedida suponga sencillamente atontarse y embrutecerse, llegar a su posada, ya de
noche, con algo parecido a escarcha en los cinco sentidos y una noche de oscuridad
sin estrellas en el espíritu. ¡No son para él las suaves noches luminosas del caminante
moderado! No resta en él de humano más que una necesidad física de descanso y dos
tragos antes de acostarse; incluso su pipa, en caso de ser fumador, será insípida y
decepcionante. Está predestinado este tipo de caminante a asumir el doble de
problemas necesarios en aras de obtener la felicidad, para perderla finalmente; es el
hombre del refrán, en resumidas cuentas, que va más lejos y con peor suerte.
Pues bien, para ser disfrutada en toda su medida, una excursión a pie debe
realizarse en solitario. Si se hace en compañía, incluso en pareja, deja de ser una
caminata en todo menos en el nombre; es otra cosa, más cercana a la naturaleza de
una merienda campestre. Una excursión a pie ha de realizarse a solas porque la
libertad forma parte de su esencia, porque uno ha de ser capaz de detenerse y seguir,
continuar por una senda o por otra, según lo dirija la voluntad, y también porque uno
tiene que marcar su propio ritmo y no trotar junto a un caminante de campeonato ni
dar pasos remilgados al compás de una muchacha. Asimismo, debemos estar
dispuestos a recibir todo tipo de impresiones y dejar que los pensamientos adquieran
el color de lo que vemos. Hemos de ser como gaitas dispuestas a que cualquier viento
las toque. «No puedo ver el encanto —dice Hazlitt— de pasear y charlar al mismo
tiempo. Cuando estoy en el campo, deseo vegetar como las plantas», que es lo
esencial de cuanto puede ser dicho al respecto. No debe haber cacareos y voces junto
a nuestro hombro si queremos disfrutar del silencio meditativo de la mañana. Y
mientras un hombre se encuentre razonando, no podrá dejarse vencer por esa
agradable intoxicación que proviene de abundante movimiento al aire libre, la cual
comienza con una suerte de deslumbramiento y lentitud cerebral y termina con una
paz que supera toda comprensión.
Durante el primer día, aproximadamente, de cualquier excursión, existen
momentos de amargura, cuando el caminante siente una distancia fría hacia su
morral, cuando tiene la tentación de arrojarlo con todas sus fuerzas sobre los setos y,
como Cristiano en una ocasión similar, «dar tres saltos y marcharse cantando».
Pero, sin embargo, la mochila pronto adquiere la propiedad de la ligereza; se
transforma en algo magnético, el espíritu del viaje se apodera de ella. Y en cuanto
uno se coloca los tirantes sobre los hombros y se libera de los posos del sueño, con
una sacudida se recompone y alcanza inmediatamente su paso. Y, sin ninguna duda,
de todos los posibles estados de ánimo, este, en el que un hombre se hace al camino,
es el mejor. Por supuesto, si continúa pensando en sus ansiedades, si abre el pecho del
mercader Abudah y camina hombro con hombro con la vieja bruja…, bueno, en
ese caso, esté donde esté, camine despacio o rápidamente, lo más probable es que no
sea feliz. ¡Pues mucho peor para él!
Inician su camino posiblemente en el mismo momento una treintena de hombres,
y estaría dispuesto a apostar una cuantiosa suma a que no existe otro rostro triste
entre los treinta. Sería algo interesante observar, cubierto por un manto de oscuridad,
a uno tras otro de estos caminantes, alguna mañana de verano, en sus primeros
kilómetros en el camino. Este, que camina rápido, con una mirada entusiasta en los
ojos, está completamente concentrado en su propia mente, está imbuido en su telar,
tejiendo y tejiendo, intentando someter el paisaje a palabras. Aquel otro mira a su
alrededor, mientras avanza, entre la hierba; espera junto al canal para observar las
libélulas; se apoya en la barrera que lo separa del pasto y no puede mirar lo suficiente
a la complaciente vacada. Y por aquí llega otro charlando, riendo y gesticulando para
sí. Su rostro cambia de cuando en cuando, al brillar la indignación en sus ojos o en el
instante en el que el enojo le nubla la frente. Está componiendo artículos,
pronunciando discursos y conduciendo las entrevistas más apasionadas, durante el
camino. Un poco más adelante pareciera que pudiera ponerse a cantar. Mejor para él,
suponiendo que no sea un gran maestro de ese arte, que no se tope en un recodo con
un imperturbable campesino, puesto que, en tales ocasiones, difícilmente podría decir
quién se siente más avergonzado, qué es peor: sufrir la confusión del juglar o el
sincero sobresalto del patán. Una población sedentaria, acostumbrada, por otra parte,
al extraño comportamiento mecánico del vagabundo común, no puede en modo
alguno explicarse el alborozo de estos transeúntes. Conozco a un hombre que fue
detenido, tomado por un lunático en fuga, debido a que, pese a ser una persona adulta
de barba pelirroja, brincaba al caminar como un niño. Y quedarían sorprendidos si les
enumerara todas las cabezas graves y doctas que me han confesado que, en una
caminata, cantan (y lo hacen muy mal) y sienten sonrojarse sus orejas cuando, como
describíamos antes, el importuno campesino se lanza sobre sus brazos en un recodo
del camino. Y aquí, en caso de que piensen que exagero, está la confesión del propio
Hazlitt, en su ensayo De las excursiones a pie, un texto de tanta calidad que tendrían
que penar con un impuesto a todo aquel que no lo haya leído:
Denme el limpio cielo azul sobre la cabeza —escribe—, el verde pasto bajo
los pies, un camino sinuoso ante mí y tres horas de marcha hasta la cena… y
entonces: ¡a pensar! Raro es no comenzar algún juego en esos solitarios
brezales. Río, corro, salto, canto de alegría.
¡Bravo! Tras la aventura de mi amigo con la policía, ¿acaso no se habrían cuidado
ustedes de publicar esto en primera persona? Pero no existe valentía en nuestros días
y, hasta en los libros, todos hemos de fingir ser tan aburridos y estúpidos como
nuestros vecinos. No era así con Hazlitt. Y observen lo docto que se muestra (como
de hecho sucede en todo el ensayo) en la teoría de las excursiones a pie. No es uno de
nuestros hombres atléticos con calcetines púrpuras que caminan ochenta kilómetros
al día: tres horas de marcha es su ideal. ¡Y además debe contar, el muy sibarita, con
un camino sinuoso!
No obstante, sostengo una discrepancia con estas palabras suyas, algo en el hábito
del gran maestro que no me parece inteligente por completo; no apruebo eso de saltar
y correr. Ambas actividades aceleran la respiración, las dos sacan al cerebro de su
gloriosa confusión al aire libre y rompen el ritmo. Las alteraciones en el paso no son
tan agradables para el cuerpo y distraen e irritan la mente. Sin embargo, una vez que
uno ha alcanzado una marcha estable, no requiere un acto consciente mantenerla y, al
mismo tiempo, impide pensar seriamente en nada más. Como tricotar, como el
trabajo de un copista, gradualmente neutraliza y envía a descansar la actividad seria
de la mente. Podemos pensar en esto y en aquello, de forma liviana y risueña, como
piensa un niño o como pensamos en el sopor de la mañana; podemos hacer juegos de
palabras o descifrar acrósticos y juguetear de mil maneras con palabras y rimas; pero
cuando se trata de trabajo serio, cuando nos disponemos a prepararnos para un
esfuerzo, podemos hacer sonar las trompetas tan alto y por tanto tiempo como
queramos; los grandes barones de la mente no saldrán a la calle portando estandartes,
sino que descansarán, todos ellos, en casa, calentándose las manos al calor de su
hogar y mascullando sus propias ideas.
A lo largo de un día de caminata, como comprobarán, se produce una amplia
variación en los estados de ánimo. Desde el regocijo inicial hasta la feliz flema de la
llegada, el cambio es, sin duda, considerable. Al avanzar el día, el caminante se
desplaza desde un extremo al otro. Se incorpora cada vez en mayor medida al paisaje
material, y la borrachera de aire libre avanza en él a grandes zancadas, hasta que se
apuesta junto al camino y observa todo cuanto le rodea como en un animado sueño.
La primera etapa es sin duda más brillante, pero la segunda es más pacífica. Un
hombre ya no produce tantos artículos hacia el final del camino, ni ríe en voz alta; sin
embargo, los placeres puramente animales, la sensación de bienestar físico, el deleite
de cada respiración, de cada ocasión en la que los músculos se crispan muslo abajo,
lo consuelan de la ausencia del resto y lo conducen a su destino aún satisfecho.
No puedo olvidar conceder unas palabras a quienes se deleitan deteniéndose junto
al camino. Uno llega a un hito sobre una colina o a un lugar en el que profundos
senderos se encuentran bajo los árboles, y despedido sale el morral, el caminante se
sienta a fumar su pipa entre las sombras. Se sumerge en sí mismo y los pájaros se
acercan a mirarlo, el humo se disipa en el atardecer bajo la cúpula azul del cielo, el
sol desciende cálido sobre sus pies y el fresco aire saluda su cuello y retira la camisa
abierta. Si en esta situación uno no es feliz, debe de tener una conciencia
atormentada. Podemos entretenernos cuanto tiempo nos parezca junto al camino.
Pareciera como si el fin del milenio hubiera llegado, momento en el que arrojaremos
nuestros relojes de pared y de bolsillo sobre los tejados y olvidaremos el tiempo y las
estaciones. No controlar el paso de las horas durante toda una vida es, me disponía a
argumentar, vivir para siempre. No se hacen idea, a no ser que lo hayan probado, de
lo infinitamente largo que es un día de verano que únicamente medimos por el
hambre y que solo concluye cuando uno comienza a adormilarse. Conozco una aldea
en la que apenas existen relojes, donde nadie sabe más sobre los días de la semana
que por una suerte de instinto hacia la celebración del domingo y donde solo una
persona puede decirnos el día del mes en el que nos encontramos; por si fuera poco,
esta suele equivocarse. Si la gente fuera consciente de la lentitud con la que avanza el
tiempo en esa aldea, de los brazados de horas libres que ofrece, muy por encima de lo
esperado, a sus sabios habitantes, creo que se produciría una estampida desde
Londres, Liverpool, París y todo un conjunto de grandes ciudades donde los relojes
pierden la cabeza y marcan las horas, cada uno más rápido que el otro, como si
hubieran todos realizado una apuesta. No obstante, todos esos insensatos peregrinos
cargarían consigo sus propios sufrimientos ¡en un reloj de bolsillo! Es importante
señalar que no había relojes de ningún tipo en los tan cacareados días anteriores al
Diluvio. Se entiende, por supuesto, que no existían citas y la puntualidad no era
todavía materia de consideración. «Aunque se prive a un hombre codicioso de todos
sus tesoros —dice Milton—, aún contará con una joya; no es posible despojarlo de su
codicia». Y lo mismo diría yo de un moderno hombre de negocios: puede uno
hacer cuanto quiera por él, llevarlo al Edén, darle a probar el elixir de la vida…;
todavía tendrá una grieta en el corazón: mantendrá sus hábitos empresariales. Pues
bien, no existe otro momento en el que estos hábitos se vean más mitigados que en
una excursión a pie. Y así, durante esas paradas en el camino, como decía, uno se
siente casi libre.
Pero es por la noche, después de la cena, cuando llega la mejor hora. No hay otra
pipa que fumar como las que siguen a un buen día de marcha; el sabor del tabaco es
algo digno de ser recordado, tan seco y aromático, tan intenso y delicado. Si damos
por terminada la noche con grog, sentiremos que no hubo nunca uno como este; con
cada sorbo una feliz tranquilidad se despliega por los miembros y se asienta con
suavidad en el corazón. Si uno lee un libro (y esto nunca se hace excepto a
empellones), se encuentra que el lenguaje es extrañamente atrevido y harmónico, las
palabras adquieren un nuevo significado, oraciones sueltas se apoderan del oído
durante toda la extensión de media hora y el escritor se gana nuestra simpatía, en
cada página, por la más agradable coincidencia de sentimientos. Pareciera que se
tratara de un libro que uno mismo hubiera escrito en sueños. Todos cuantos hemos
leído en tales ocasiones miramos atrás con especial favor. «Fue el 10 de abril de 1798
—dice Hazlitt con amorosa precisión— cuando tomé asiento con un ejemplar de la
Nueva Eloísa, en la posada de Llangollen, junto a una botella de jerez y un plato de
pollo frío». Me gustaría continuar con estas citas, puesto que, si bien existen logrados
compañeros de letras en nuestro tiempo, no podemos escribir como Hazlitt. Y, ya que
lo mencionamos, un ejemplar de los ensayos de Hazlitt sería un libro de bolsillo
capital en tales excursiones, al igual que lo sería una copia de las canciones de Heine,
mientras que en Tristram Shandy puedo garantizar la mejor de las experiencias.
Si la tarde es agradable y cálida, no existe nada mejor en la vida que detenerse
ante la entrada de la posada al atardecer o apoyarse sobre el parapeto del puente a
observar las algas y los veloces peces. Es entonces, si se puede fijar un momento,
cuando se paladea la jovialidad en la total elocuencia de esa audaz palabra. Nuestros
músculos se encuentran tan agradablemente relajados, nos sentimos tan limpios, tan
fuertes y tan ociosos que, en movimiento o sentados, cualquier cosa que haga se
realiza con orgullo y una forma regia de placer. Se traba conversación con cualquiera,
sabio o necio, ebrio o sobrio. Y pareciera que un esforzado paseo nos purgara, más
que ninguna otra cosa, de toda estrechez de miras y de todo orgullo, permitiendo a la
curiosidad desempeñar su papel con total libertad, como la de un niño o un hombre
de ciencia. Dejamos de lado todas nuestras aficiones para observar los hábitos
provincianos desplegarse ante nosotros, en un segundo como un absurdo risible y al
siguiente con la seriedad y la belleza de una narración antigua.
O quizá uno queda únicamente en su propia compañía durante la noche y el hosco
tiempo lo aprisiona junto al fuego. Se puede recordar cómo Burns, enumerando los
placeres pasados, se regocija en las horas en las que se encontraba «pensando
felizmente». Se trata de una construcción que puede bien dejar perplejo a
cualquier pobre moderno, constreñido a todo su alrededor por relojes y campanas, y
perseguido, incluso por la noche, por encendidas esferas numeradas. Estamos tan
ocupados, tenemos tantos proyectos lejanos que realizar y tantos castillos en el aire
que convertir en mansiones sólidas y habitables sobre un suelo de gravilla, que no
podemos encontrar tiempo para viajes de placer a la Tierra del Pensamiento y entre
las Colinas de la Vanidad. Serán tiempos muy distintos, sin duda, cuando nos
sentemos toda la noche, junto al fuego, con las manos entrelazadas; será un mundo
cambiado para muchos de nosotros cuando descubramos que podemos pasar las horas
sin malestar y encontrarnos pensando felizmente. Vivimos con tal premura para
hacer, para escribir, para acumular bártulos, para hacer nuestra voz audible durante un
momento en el burlón silencio de la eternidad, que olvidamos esa cosa de lo que todo
lo anterior no es más que fragmentos, a saber: vivir. Nos enamoramos, bebemos en
abundancia, corremos de un lado a otro de la tierra como ovejas asustadas. Y
entonces deberíamos preguntarnos si, una vez hecho todo, no habría sido mejor
haberse quedado sentados junto al fuego, en casa, a pensar felizmente. Sentarse y
meditar: recordar sin deseo el rostro de mujeres, disfrutar sin envidia con los grandes
logros del hombre, ser todo y estar en todas partes de un modo fraternal y, sin
embargo, mostrarse satisfecho por permanecer donde uno está y siendo quien uno es.
¿No es esto poseer tanto la sabiduría como la virtud y habitar la felicidad? Después
de todo, no son los que portan las banderas, sino los que las miran desde un balcón
privado, quienes disfrutan el placer de los desfiles. Y una vez que estamos dedicados
a esto, nos encontramos en el mismo estado de ánimo de toda herejía social; no es
tiempo para arrastrar los pies ni para grandes y vacías palabras. Si nos preguntamos
qué significan la fama, las riquezas o el saber, la respuesta es difícil de encontrar, y
nos refugiamos en ese reino de ligeras imaginaciones, que parecen tan vanas a ojos de
los filisteos que sudan la gota gorda por conseguir riqueza, pero de tal transcendencia
para aquellos sacudidos por las desproporciones del mundo, y que, ante las
gigantescas estrellas, no pueden detenerse a considerar diferencias entre dos grados
de lo infinitesimalmente pequeño: una pipa de tabaco o el Imperio romano, un millón
de monedas o el extremo de cualquier nadería.
Nos asomamos a la ventana con la última pipa humeando blanca en la oscuridad,
con el cuerpo cargado de deliciosos dolores, la mente entronada en el séptimo círculo
de la satisfacción; pero de repente el ánimo varía, la veleta gira y nos planteamos una
última pregunta: si, durante ese intervalo, habremos sido el filósofo más iluminado o
el más notorio de los asnos. La experiencia humana aún no puede ofrecernos
respuesta; sin embargo, al menos tuvimos un momento hermoso y miramos por
encima del hombro a todos los reinos del planeta. Y fuera esto sabio o negligente, las
piernas nos llevarán mañana, en cuerpo y mente, a alguna otra parroquia del infinito.
Comments