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Foto del escritorAmenhotep VII

caminatas - robert louis stevenson



No debiéramos considerar que una caminata, como algunos nos hacen suponer,

es únicamente un modo mejor o peor de observar la naturaleza. Existen muchas

formas de disfrutar de un paisaje igualmente válidas, si bien ninguna más intensa, a

pesar de los hipócritas diletantes, que desde un vagón de tren. Sin embargo, en una

caminata, el paisaje es bastante accesorio. Aquel que verdaderamente pertenece a la

hermandad caminante no pasea a la búsqueda de lo pintoresco, sino de ciertos

agradables estados de ánimo: la esperanza y la energía con las que comienza la

marcha en la mañana, así como la paz y la saciedad espiritual del descanso de la

noche. Este no sabría decir si se coloca el morral o se lo retira con mayor placer; la

excitación de la partida lo entona para la de la llegada. Haga lo que haga, no se tratará

únicamente de una recompensa en sí misma, sino que será aún más gratificación en

sus consecuencias, de modo que un placer conduce a otro en una cadena sin fin. Es

este hecho el que tan pocos pueden comprender; bien estarán en todo momento

ganduleando o bien siempre a ocho kilómetros por hora; no comparan lo uno con lo

otro, preparando todo el día para la noche y toda la noche para el día siguiente. Es,

sobre todo, en este punto en el que el campeón de las caminatas yerra en su

comprensión; su corazón se rebela contra los que beben su curasao en copas de licor,

cuando él mismo puede tragárselo desde una botella marrón. No considera que el

sabor es más delicado en pequeñas dosis. No cree que caminar una distancia tan

desmedida suponga sencillamente atontarse y embrutecerse, llegar a su posada, ya de

noche, con algo parecido a escarcha en los cinco sentidos y una noche de oscuridad

sin estrellas en el espíritu. ¡No son para él las suaves noches luminosas del caminante

moderado! No resta en él de humano más que una necesidad física de descanso y dos

tragos antes de acostarse; incluso su pipa, en caso de ser fumador, será insípida y

decepcionante. Está predestinado este tipo de caminante a asumir el doble de

problemas necesarios en aras de obtener la felicidad, para perderla finalmente; es el

hombre del refrán, en resumidas cuentas, que va más lejos y con peor suerte.

Pues bien, para ser disfrutada en toda su medida, una excursión a pie debe

realizarse en solitario. Si se hace en compañía, incluso en pareja, deja de ser una

caminata en todo menos en el nombre; es otra cosa, más cercana a la naturaleza de

una merienda campestre. Una excursión a pie ha de realizarse a solas porque la

libertad forma parte de su esencia, porque uno ha de ser capaz de detenerse y seguir,

continuar por una senda o por otra, según lo dirija la voluntad, y también porque uno

tiene que marcar su propio ritmo y no trotar junto a un caminante de campeonato ni

dar pasos remilgados al compás de una muchacha. Asimismo, debemos estar

dispuestos a recibir todo tipo de impresiones y dejar que los pensamientos adquieran

el color de lo que vemos. Hemos de ser como gaitas dispuestas a que cualquier viento

las toque. «No puedo ver el encanto —dice Hazlitt— de pasear y charlar al mismo

tiempo. Cuando estoy en el campo, deseo vegetar como las plantas», que es lo

esencial de cuanto puede ser dicho al respecto. No debe haber cacareos y voces junto

a nuestro hombro si queremos disfrutar del silencio meditativo de la mañana. Y

mientras un hombre se encuentre razonando, no podrá dejarse vencer por esa

agradable intoxicación que proviene de abundante movimiento al aire libre, la cual

comienza con una suerte de deslumbramiento y lentitud cerebral y termina con una

paz que supera toda comprensión.

Durante el primer día, aproximadamente, de cualquier excursión, existen

momentos de amargura, cuando el caminante siente una distancia fría hacia su

morral, cuando tiene la tentación de arrojarlo con todas sus fuerzas sobre los setos y,

como Cristiano en una ocasión similar, «dar tres saltos y marcharse cantando».

Pero, sin embargo, la mochila pronto adquiere la propiedad de la ligereza; se

transforma en algo magnético, el espíritu del viaje se apodera de ella. Y en cuanto

uno se coloca los tirantes sobre los hombros y se libera de los posos del sueño, con

una sacudida se recompone y alcanza inmediatamente su paso. Y, sin ninguna duda,

de todos los posibles estados de ánimo, este, en el que un hombre se hace al camino,

es el mejor. Por supuesto, si continúa pensando en sus ansiedades, si abre el pecho del

mercader Abudah y camina hombro con hombro con la vieja bruja…, bueno, en

ese caso, esté donde esté, camine despacio o rápidamente, lo más probable es que no

sea feliz. ¡Pues mucho peor para él!

Inician su camino posiblemente en el mismo momento una treintena de hombres,

y estaría dispuesto a apostar una cuantiosa suma a que no existe otro rostro triste

entre los treinta. Sería algo interesante observar, cubierto por un manto de oscuridad,

a uno tras otro de estos caminantes, alguna mañana de verano, en sus primeros

kilómetros en el camino. Este, que camina rápido, con una mirada entusiasta en los

ojos, está completamente concentrado en su propia mente, está imbuido en su telar,

tejiendo y tejiendo, intentando someter el paisaje a palabras. Aquel otro mira a su

alrededor, mientras avanza, entre la hierba; espera junto al canal para observar las

libélulas; se apoya en la barrera que lo separa del pasto y no puede mirar lo suficiente

a la complaciente vacada. Y por aquí llega otro charlando, riendo y gesticulando para

sí. Su rostro cambia de cuando en cuando, al brillar la indignación en sus ojos o en el

instante en el que el enojo le nubla la frente. Está componiendo artículos,

pronunciando discursos y conduciendo las entrevistas más apasionadas, durante el

camino. Un poco más adelante pareciera que pudiera ponerse a cantar. Mejor para él,

suponiendo que no sea un gran maestro de ese arte, que no se tope en un recodo con

un imperturbable campesino, puesto que, en tales ocasiones, difícilmente podría decir

quién se siente más avergonzado, qué es peor: sufrir la confusión del juglar o el

sincero sobresalto del patán. Una población sedentaria, acostumbrada, por otra parte,

al extraño comportamiento mecánico del vagabundo común, no puede en modo

alguno explicarse el alborozo de estos transeúntes. Conozco a un hombre que fue

detenido, tomado por un lunático en fuga, debido a que, pese a ser una persona adulta

de barba pelirroja, brincaba al caminar como un niño. Y quedarían sorprendidos si les

enumerara todas las cabezas graves y doctas que me han confesado que, en una

caminata, cantan (y lo hacen muy mal) y sienten sonrojarse sus orejas cuando, como

describíamos antes, el importuno campesino se lanza sobre sus brazos en un recodo

del camino. Y aquí, en caso de que piensen que exagero, está la confesión del propio

Hazlitt, en su ensayo De las excursiones a pie, un texto de tanta calidad que tendrían

que penar con un impuesto a todo aquel que no lo haya leído:


Denme el limpio cielo azul sobre la cabeza —escribe—, el verde pasto bajo

los pies, un camino sinuoso ante mí y tres horas de marcha hasta la cena… y

entonces: ¡a pensar! Raro es no comenzar algún juego en esos solitarios

brezales. Río, corro, salto, canto de alegría.


¡Bravo! Tras la aventura de mi amigo con la policía, ¿acaso no se habrían cuidado

ustedes de publicar esto en primera persona? Pero no existe valentía en nuestros días

y, hasta en los libros, todos hemos de fingir ser tan aburridos y estúpidos como

nuestros vecinos. No era así con Hazlitt. Y observen lo docto que se muestra (como

de hecho sucede en todo el ensayo) en la teoría de las excursiones a pie. No es uno de

nuestros hombres atléticos con calcetines púrpuras que caminan ochenta kilómetros

al día: tres horas de marcha es su ideal. ¡Y además debe contar, el muy sibarita, con

un camino sinuoso!

No obstante, sostengo una discrepancia con estas palabras suyas, algo en el hábito

del gran maestro que no me parece inteligente por completo; no apruebo eso de saltar

y correr. Ambas actividades aceleran la respiración, las dos sacan al cerebro de su

gloriosa confusión al aire libre y rompen el ritmo. Las alteraciones en el paso no son

tan agradables para el cuerpo y distraen e irritan la mente. Sin embargo, una vez que

uno ha alcanzado una marcha estable, no requiere un acto consciente mantenerla y, al

mismo tiempo, impide pensar seriamente en nada más. Como tricotar, como el

trabajo de un copista, gradualmente neutraliza y envía a descansar la actividad seria

de la mente. Podemos pensar en esto y en aquello, de forma liviana y risueña, como

piensa un niño o como pensamos en el sopor de la mañana; podemos hacer juegos de

palabras o descifrar acrósticos y juguetear de mil maneras con palabras y rimas; pero

cuando se trata de trabajo serio, cuando nos disponemos a prepararnos para un

esfuerzo, podemos hacer sonar las trompetas tan alto y por tanto tiempo como

queramos; los grandes barones de la mente no saldrán a la calle portando estandartes,

sino que descansarán, todos ellos, en casa, calentándose las manos al calor de su

hogar y mascullando sus propias ideas.

A lo largo de un día de caminata, como comprobarán, se produce una amplia

variación en los estados de ánimo. Desde el regocijo inicial hasta la feliz flema de la

llegada, el cambio es, sin duda, considerable. Al avanzar el día, el caminante se

desplaza desde un extremo al otro. Se incorpora cada vez en mayor medida al paisaje

material, y la borrachera de aire libre avanza en él a grandes zancadas, hasta que se

apuesta junto al camino y observa todo cuanto le rodea como en un animado sueño.

La primera etapa es sin duda más brillante, pero la segunda es más pacífica. Un

hombre ya no produce tantos artículos hacia el final del camino, ni ríe en voz alta; sin

embargo, los placeres puramente animales, la sensación de bienestar físico, el deleite

de cada respiración, de cada ocasión en la que los músculos se crispan muslo abajo,

lo consuelan de la ausencia del resto y lo conducen a su destino aún satisfecho.

No puedo olvidar conceder unas palabras a quienes se deleitan deteniéndose junto

al camino. Uno llega a un hito sobre una colina o a un lugar en el que profundos

senderos se encuentran bajo los árboles, y despedido sale el morral, el caminante se

sienta a fumar su pipa entre las sombras. Se sumerge en sí mismo y los pájaros se

acercan a mirarlo, el humo se disipa en el atardecer bajo la cúpula azul del cielo, el

sol desciende cálido sobre sus pies y el fresco aire saluda su cuello y retira la camisa

abierta. Si en esta situación uno no es feliz, debe de tener una conciencia

atormentada. Podemos entretenernos cuanto tiempo nos parezca junto al camino.

Pareciera como si el fin del milenio hubiera llegado, momento en el que arrojaremos

nuestros relojes de pared y de bolsillo sobre los tejados y olvidaremos el tiempo y las

estaciones. No controlar el paso de las horas durante toda una vida es, me disponía a

argumentar, vivir para siempre. No se hacen idea, a no ser que lo hayan probado, de

lo infinitamente largo que es un día de verano que únicamente medimos por el

hambre y que solo concluye cuando uno comienza a adormilarse. Conozco una aldea

en la que apenas existen relojes, donde nadie sabe más sobre los días de la semana

que por una suerte de instinto hacia la celebración del domingo y donde solo una

persona puede decirnos el día del mes en el que nos encontramos; por si fuera poco,

esta suele equivocarse. Si la gente fuera consciente de la lentitud con la que avanza el

tiempo en esa aldea, de los brazados de horas libres que ofrece, muy por encima de lo

esperado, a sus sabios habitantes, creo que se produciría una estampida desde

Londres, Liverpool, París y todo un conjunto de grandes ciudades donde los relojes

pierden la cabeza y marcan las horas, cada uno más rápido que el otro, como si

hubieran todos realizado una apuesta. No obstante, todos esos insensatos peregrinos

cargarían consigo sus propios sufrimientos ¡en un reloj de bolsillo! Es importante

señalar que no había relojes de ningún tipo en los tan cacareados días anteriores al

Diluvio. Se entiende, por supuesto, que no existían citas y la puntualidad no era

todavía materia de consideración. «Aunque se prive a un hombre codicioso de todos

sus tesoros —dice Milton—, aún contará con una joya; no es posible despojarlo de su

codicia». Y lo mismo diría yo de un moderno hombre de negocios: puede uno

hacer cuanto quiera por él, llevarlo al Edén, darle a probar el elixir de la vida…;

todavía tendrá una grieta en el corazón: mantendrá sus hábitos empresariales. Pues

bien, no existe otro momento en el que estos hábitos se vean más mitigados que en

una excursión a pie. Y así, durante esas paradas en el camino, como decía, uno se

siente casi libre.

Pero es por la noche, después de la cena, cuando llega la mejor hora. No hay otra

pipa que fumar como las que siguen a un buen día de marcha; el sabor del tabaco es

algo digno de ser recordado, tan seco y aromático, tan intenso y delicado. Si damos

por terminada la noche con grog, sentiremos que no hubo nunca uno como este; con

cada sorbo una feliz tranquilidad se despliega por los miembros y se asienta con

suavidad en el corazón. Si uno lee un libro (y esto nunca se hace excepto a

empellones), se encuentra que el lenguaje es extrañamente atrevido y harmónico, las

palabras adquieren un nuevo significado, oraciones sueltas se apoderan del oído

durante toda la extensión de media hora y el escritor se gana nuestra simpatía, en

cada página, por la más agradable coincidencia de sentimientos. Pareciera que se

tratara de un libro que uno mismo hubiera escrito en sueños. Todos cuantos hemos

leído en tales ocasiones miramos atrás con especial favor. «Fue el 10 de abril de 1798

—dice Hazlitt con amorosa precisión— cuando tomé asiento con un ejemplar de la

Nueva Eloísa, en la posada de Llangollen, junto a una botella de jerez y un plato de

pollo frío». Me gustaría continuar con estas citas, puesto que, si bien existen logrados

compañeros de letras en nuestro tiempo, no podemos escribir como Hazlitt. Y, ya que

lo mencionamos, un ejemplar de los ensayos de Hazlitt sería un libro de bolsillo

capital en tales excursiones, al igual que lo sería una copia de las canciones de Heine,

mientras que en Tristram Shandy puedo garantizar la mejor de las experiencias.

Si la tarde es agradable y cálida, no existe nada mejor en la vida que detenerse

ante la entrada de la posada al atardecer o apoyarse sobre el parapeto del puente a

observar las algas y los veloces peces. Es entonces, si se puede fijar un momento,

cuando se paladea la jovialidad en la total elocuencia de esa audaz palabra. Nuestros

músculos se encuentran tan agradablemente relajados, nos sentimos tan limpios, tan

fuertes y tan ociosos que, en movimiento o sentados, cualquier cosa que haga se

realiza con orgullo y una forma regia de placer. Se traba conversación con cualquiera,

sabio o necio, ebrio o sobrio. Y pareciera que un esforzado paseo nos purgara, más

que ninguna otra cosa, de toda estrechez de miras y de todo orgullo, permitiendo a la

curiosidad desempeñar su papel con total libertad, como la de un niño o un hombre

de ciencia. Dejamos de lado todas nuestras aficiones para observar los hábitos

provincianos desplegarse ante nosotros, en un segundo como un absurdo risible y al

siguiente con la seriedad y la belleza de una narración antigua.

O quizá uno queda únicamente en su propia compañía durante la noche y el hosco

tiempo lo aprisiona junto al fuego. Se puede recordar cómo Burns, enumerando los

placeres pasados, se regocija en las horas en las que se encontraba «pensando

felizmente». Se trata de una construcción que puede bien dejar perplejo a

cualquier pobre moderno, constreñido a todo su alrededor por relojes y campanas, y

perseguido, incluso por la noche, por encendidas esferas numeradas. Estamos tan

ocupados, tenemos tantos proyectos lejanos que realizar y tantos castillos en el aire

que convertir en mansiones sólidas y habitables sobre un suelo de gravilla, que no

podemos encontrar tiempo para viajes de placer a la Tierra del Pensamiento y entre

las Colinas de la Vanidad. Serán tiempos muy distintos, sin duda, cuando nos

sentemos toda la noche, junto al fuego, con las manos entrelazadas; será un mundo

cambiado para muchos de nosotros cuando descubramos que podemos pasar las horas

sin malestar y encontrarnos pensando felizmente. Vivimos con tal premura para

hacer, para escribir, para acumular bártulos, para hacer nuestra voz audible durante un

momento en el burlón silencio de la eternidad, que olvidamos esa cosa de lo que todo

lo anterior no es más que fragmentos, a saber: vivir. Nos enamoramos, bebemos en

abundancia, corremos de un lado a otro de la tierra como ovejas asustadas. Y

entonces deberíamos preguntarnos si, una vez hecho todo, no habría sido mejor

haberse quedado sentados junto al fuego, en casa, a pensar felizmente. Sentarse y

meditar: recordar sin deseo el rostro de mujeres, disfrutar sin envidia con los grandes

logros del hombre, ser todo y estar en todas partes de un modo fraternal y, sin

embargo, mostrarse satisfecho por permanecer donde uno está y siendo quien uno es.

¿No es esto poseer tanto la sabiduría como la virtud y habitar la felicidad? Después

de todo, no son los que portan las banderas, sino los que las miran desde un balcón

privado, quienes disfrutan el placer de los desfiles. Y una vez que estamos dedicados

a esto, nos encontramos en el mismo estado de ánimo de toda herejía social; no es

tiempo para arrastrar los pies ni para grandes y vacías palabras. Si nos preguntamos

qué significan la fama, las riquezas o el saber, la respuesta es difícil de encontrar, y

nos refugiamos en ese reino de ligeras imaginaciones, que parecen tan vanas a ojos de

los filisteos que sudan la gota gorda por conseguir riqueza, pero de tal transcendencia

para aquellos sacudidos por las desproporciones del mundo, y que, ante las

gigantescas estrellas, no pueden detenerse a considerar diferencias entre dos grados

de lo infinitesimalmente pequeño: una pipa de tabaco o el Imperio romano, un millón

de monedas o el extremo de cualquier nadería.

Nos asomamos a la ventana con la última pipa humeando blanca en la oscuridad,

con el cuerpo cargado de deliciosos dolores, la mente entronada en el séptimo círculo

de la satisfacción; pero de repente el ánimo varía, la veleta gira y nos planteamos una

última pregunta: si, durante ese intervalo, habremos sido el filósofo más iluminado o

el más notorio de los asnos. La experiencia humana aún no puede ofrecernos

respuesta; sin embargo, al menos tuvimos un momento hermoso y miramos por

encima del hombro a todos los reinos del planeta. Y fuera esto sabio o negligente, las

piernas nos llevarán mañana, en cuerpo y mente, a alguna otra parroquia del infinito.

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