El criado, un poco tonto:
palea también la nieve
del vecino.
ISSA
Hemos resaltado ya que el vacío ha de entenderse como un «medio de la
amabilidad». En el campo del vacío no se encuentra ninguna delimitación rígida.
Nada permanece aislado para sí mismo, nada se aferra a sí. Las cosas se amoldan y se
reflejan las unas en las otras. El vacío des-interioriza el yo para convertirlo en una
«cosa amiga», que se abre como una fonda. También el humano «ser con» podría
entenderse desde esa amabilidad.
El ejemplo 68 del Biyan lu expresa una singular relación interpersonal:
Yangshan (Huiji) preguntó a Sansheng (Huiran): «¿Cómo te llamas?».
Sansheng dijo: «Huiji». Yangshan replicó: «¡Pero si Huiji soy yo!». Sansheng
dijo: «Entonces mi nombre es Huiran». Yangshan rio fuertemente: «¡Ja, ja,
ja!».
Huiran se nombra con el nombre del otro. Con ello parece que rechaza su propio
nombre. Por cuanto de esa manera se arroja al campo del vacío o se rechaza, se
convierte «a sí mismo» en un «nadie». Él «se» suprime en aquel vacío donde no hay
ninguna diferencia entre «mi yo» y el otro.
El segundo paso del diálogo consiste en que cada uno de los dialogantes vuelve a
su propio nombre o «a sí mismo». Hemos dicho repetidamente que el vacío no niega
lo propio en cada caso, sino que lo afirma. Se niega solamente una petrificación
substancial en sí mismo. Por tanto, el primer paso es un no, que mata el sí mismo.
Yangshan y Sansheng se destruyen, es decir, se suprimen en el vacío. El segundo
paso, como un sí, «da vida» de nuevo a la mismidad. Este a la vez de no y sí
engendra un sí mismo abierto, afable. La risa brota de aquella espontaneidad que
libera al yo de su rigidez. Yangshan ríe fuera de sí, se arroja fuera riendo, se libera
para la in-diferencia, que es lugar de la «amabilidad arcaica».
El canto para el ejemplo 68 del Biyan lu expresa el doble movimiento de no y sí:
Este doble arrojar, doble despegarse ha de dirigir a los verdaderos
maestros: solo quien posee el arte supremo, puede montarse al tigre. Su risa
terminó. No sé dónde ha quedado. Pero revolverá el viento, el que se queja a
través de lejanos tiempos.
El arrojar o matar constituye un no «expropiador». Ambos dialogantes se
«expropian», se dan la muerte el uno al otro, y con ello se liberan en el vacío, donde
no hay «yo» ni «tú». El no suprime todas las diferencias. El soltar, en cambio,
constituye el movimiento del sí, es decir, del dejar en vida o vivificar, que admite de
nuevo la contraposición de «yo» y «tú», o la forma propia en cada caso. En el
canto se habla a su vez de risa. El reír, este viento puro, mueve el «viento que se
queja a través de los más lejanos tiempos». Esta risa alegre sopla desde el vacío,
desde este medio de afabilidad. Es propia de aquel que ha muerto en la «gran
muerte», que ya no trabaja en la tristeza.
El mismo movimiento expresan las palabras del Zen: «Ni huésped ni anfitrión.
Huésped y anfitrión sin duda». La originaria hospitalidad brota de aquel lugar
donde no hay ninguna distinción ni diferencia rígida entre anfitrión y huésped, donde
el anfitrión no está en sí en casa, sino que está allí de huésped. Está constituida de
otra manera que aquella «generosidad» en la que el anfitrión se agradara a «sí
mismo». La frase «ni huésped ni anfitrión» suprime precisamente este «se». La fonda
de la amabilidad arcaica pertenece en cierto modo a «nadie».
La afabilidad arcaica sin duda es lo contrario de aquella constelación
interpersonal que Hegel describe como lucha de dos totalidades. Aquí cada uno, en
lugar de vaciarse, intenta ponerse como un sí mismo absoluto. Yo quiero aparecer y
ser reconocido en la conciencia de otro como tal, que me excluye enteramente. Solo
en la exclusión del otro sería yo realmente totalidad. Cada uno pone su propio
absoluto. Un mínimo cuestionamiento de una parte de mi posesión afectaría al todo
de mí mismo:
Por eso, la lesión de uno de sus detalles particulares es infinita; es una
ofensa infinita, una ofensa de sí como un todo, una ofensa de su honor; y la
colisión por cada cosa particular es una lucha por el todo.
La absolutización de lo propio representa lo contrario de aquella generosidad que
sería otra expresión de la afabilidad arcaica. Esta descansa en una carencia de sí
mismo y de la posesión.
Se llega a la lucha de dos totalidades por el hecho de que también el otro se quiere
poner en mi conciencia como una totalidad exclusiva. Así se encuentran los dos como
absolutamente opuestos. Esta oposición absoluta podría llamarse la «enemistad
arcaica». Es imposible aquí la palabra amistosa. La ofensa y la lesión dominan el ser
del otro:
Por eso tienen que lesionarse entre sí; tiene que hacerse real el que cada
uno se ponga como totalidad exclusiva en la singularidad de su existencia; la
ofensa es necesaria […].
Tengo que ofender al otro, lesionarlo y negarlo, para que yo aparezca para él y sea
reconocido como totalidad exclusiva. En el deseo de ponerme como totalidad
exclusiva, he de ir a por la muerte del otro. Pero en ello me pongo a mí mismo en
peligro de muerte. No solo arriesgo el peligro de una lesión (Hegel habla de las
«heridas»), sino que yo pongo en juego toda mi existencia. Y quien por miedo a la
muerte no arriesga la propia vida, se convertirá en «esclavo del otro». La lucha de
dos totalidades es una lucha a vida o muerte:
Si él dentro de la lucha se para y se queda en sí mismo, y suprime la lucha
antes de matar, ni se ha mostrado como totalidad en sí, ni ha reconocido al
otro como tal.
La resolución heroica para la muerte va unida a una resolución para el sí mismo. La
enemistad arcaica es la expresión interpersonal de este ser heroico para la muerte. En
contraposición a la «gran muerte del budismo Zen», en la que se despierta para un
desprendimiento del sí mismo, el riesgo hegeliano de la muerte está vinculado a
aquella conciencia enfática de sí que excluye por entero al otro. El yo heroico no
sonríe.
Aquel hombre anciano en el último cuadro de El buey y su pastor, cuyas mejillas
están llenas de risa, sin duda hace visible la amabilidad arcaica. Su risa quebranta
toda separación y delimitación, produce lo abierto:
Si una vez agita la vara de hierro con la rapidez del viento, se abren de
súbito espaciosa y ampliamente puertas y portal.
Afabilidad y generosidad llenan su corazón:
De corazón abierto y dadivoso, él se mezcla con la luz y el polvo. ¿Cómo
podemos llamarlo? ¿Un hombre independiente, de corazón abierto y
verdadero? ¿O un loco? ¿O un santo? Él es el «santo loco». No esconde nada.
Una vez el maestro Huitang iba a las montañas con el laico Huangshan’gu. De
pronto notaron un aire aromático. Huitang pregunto: «¿Percibes el aroma de
las resedas?». Cuando Huangshan’gu afirmó que sí, Huitang le dijo: «No
tengo que esconderte nada». Con rapidez despertó Huangshan’gu en el
lugar.
Las palabras de Huitang «no tengo que esconderte nada» sin duda son una «expresión
amistosa». Brotan del «corazón abierto, dadivoso». El aroma de las resedas desinterioriza a Huitang o llena su corazón vaciado. La amabilidad arcaica no se
intercambia entre «personas». No es «alguien» con «alguien». Más bien habría que
decir: es amable «nadie». Esa «afabilidad» no es «expresión» de la «persona», sino
un gesto del vacío.
La amabilidad arcaica se distingue de aquella comunicación amistosa en la que
uno ayuda al otro a la propia manifestación de sí mismo. Serían aquí «amistosas» las
palabras que posibilitaran al otro reflejarse a sí mismo sin obstáculos. La amabilidad
comunicativa se orienta por el sí mismo. En cambio, la afabilidad arcaica descansa en
una carencia de sí mismo. Ha de distinguirse también de aquella amabilidad en la que
mantenemos al otro a distancia para defender o proteger su interior. En
contraposición a esta amabilidad protectora, la arcaica brota de una apertura sin
barreras.
La afabilidad arcaica tiene un origen distinto del de la amabilidad aristocrática de
Nietzsche. En su Aurora hay un aforismo memorable:
Otro amor al prójimo. El comportamiento excitado, ruidoso,
inconsistente, nervioso representa el polo opuesto de la gran pasión. Esta,
habitante en lo más íntimo del hombre como un fuego delicioso, y reuniendo
aquí todo lo caliente y abrasador, permite al hombre mirar hacia el exterior
con frialdad e indiferencia, y presta a sus rasgos cierta impasibilidad.
Hombres de este tipo ocasionalmente son capaces de manifestar amor al
prójimo pero este amor difiere mucho del de las personas sociables y ansiosas
de agradar, es una dulce amistad, contemplativo y suave. Esos hombres miran,
por así decirlo, desde las ventanas de su castillo, que constituye su fortaleza y,
a la vez, por esta razón, su prisión. ¡Cuánto bien les hace mirar hacia fuera, a
lo que les es extraño, al aire libre, a lo otro!
Esta amabilidad aristocrática presupone un interior lleno, repleto, que permanece
separado de lo exterior por una «fortaleza». Así, es una amabilidad de la «ventana»,
detrás de la cual arde la interioridad, una afabilidad de las mónadas dotadas de
ventanas. Ella no va más allá del gesto distinguido de aquella mirada suave y
contempladora que pasea por el otro. Al «castillo» o a la «fortaleza» le falta una
apertura arcaica. Su serenidad equivale a una satisfacción consigo mismo. La
«impasibilidad» es opuesta a aquella permeabilidad de la amabilidad arcaica en la
que está suprimida la diferencia entre dentro y fuera. El afable arcaico no necesita
ninguna «ventana» para dirigirse fuera de sí mismo, pues él no habita ni casa ni
castillo. No tiene ningún interior desde el que hubiera podido o querido irrumpir
ocasionalmente. En efecto, habita «fuera» o en «ninguna» parte. La afabilidad arcaica
no brota de la plenitud de la interioridad o de la mismidad, sino del «vacío». Carece
de pasiones y es indiferente como las nubes que vagan. Le falta por completo el
«ascua» interior. La amabilidad arcaica se distingue además de aquella «gentileza»
que apunta a la «distinción» aristocrática. Es antes «usual» que «noble» o
«distinguida».
La amabilidad arcaica es «más antigua» que el «bien», «más antigua» que toda
ley moral. Podría entenderse como una fundamentadora fuerza ética.
Nadie puede hacer comprensible su vida en libre juego por encima de
todas las leyes y normas. A partir de esa vida que juega libremente habrían de
brotar por primera vez todas las leyes morales y todas las normas
religiosas.
Otoño profundo.
Mi vecino –
¿cómo debe irle?
Basho
Mettâ es un concepto fundamental de la «ética» budista. La palabra indica
aproximadamente bondad o afabilidad. Procede de la palabra mitra, que significa
«amigo». Sin embargo, la amabilidad arcaica no puede entenderse desde aquella
economía de la amistad que hace girar a esta en torno al sí mismo. Aristóteles, por
ejemplo, deduce la relación de amistad desde la relación consigo. El virtuoso «tiene
una actitud frente a su amigo como la que tiene para consigo mismo». Así, el amigo
es un «segundo sí mismo (allos autos)». La «medida suprema de amistad» es
igual al amor que «uno se tiene a sí mismo». En la Ética eudemia escribe
Aristóteles:
Por tanto, percibir al amigo significa lo mismo en cierto sentido que
percibirse a sí mismo y de algún modo que conocerse a sí mismo. Por tanto,
tiene su buen fundamento el que la comunidad del disfrute y de la convivencia
con el amigo es muy placentera incluso en formas triviales; y a la vez, según
hemos dicho antes, también se da allí la percepción del propio yo […].
La amistad es, pues, una relación especular entre el «sí mismo» y el otro. Me percibo
«a mí mismo» en el amigo, nos agradamos a «nosotros mismos». Así, el amigo por su
esencia es «mi» amigo. Él constituye un retrato del yo. En cambio, el vacío, del que
brota la amabilidad arcaica, deshace la condición de «espejo» en la relación con el
otro que parte del sí mismo, en cuanto des-interioriza y «vacía» el yo.
Tampoco la fusión en la amistad suprime la interioridad del yo. Esta es restituida
en el plano del «nosotros». Montaigne, por ejemplo, dice sobre la pérdida de un
amigo:
Desde el día en que lo perdí, desde aquel día que lleno de reverencia
recordaré siempre con tristeza, pues vuestra voluntad, ¡o dioses!, se me lo
llevó de esta tierra, me arrastro con fuerzas que se agotan; y las alegrías que
se me ofrecen, en lugar de consolarme, me duplican el dolor por su pérdida.
Lo compartíamos todo, y me siento como si mi sobrevivencia le hubiera
robado su parte. Así decidí abjurar de todo placer aquí abajo, pues mi segundo
yo ha sido separado de mí. Estaba ya tan acostumbrado a ser siempre yo a dos
y tan ejercitado en ello, que ahora me parece como si viviera solamente la
mitad de mí.
El amigo es para Montaigne un «segundo yo». Esta amistad de la fusión duplica el
yo. «Nosotros» somos «yo a dos». Ciertamente ahí se abandona el aislamiento
individual. Pero seguimos estando todavía profundamente enredados en la
interioridad. Habrá que cortar toda cuerda de la interioridad para llegar a la
amabilidad arcaica. El otro al que se dirige la amabilidad arcaica es sin duda el
tercero.
Para Aristóteles la igualdad y el intercambio de equivalentes constituyen el rasgo
fundamental de la amistad:
Es sabido que él solo se hace amigo cuando corresponde a la inclinación
recibida y esta no permanece desconocida al otro por alguna razón.
Según eso, no se puede ser amigo ni de lo inanimado ni de los animales, pues estos
no serían capaces de la contraoferta. Además, la casa es «principio y fuente» de
la amistad. La relación entre padres e hijo, que aquellos aman como «su otro sí
mismo, es un prototipo de la amistad». Los extraños son los que están fuera de la
casa. Es «moralmente más bello» ejercer la benevolencia «con amigos que con
extraños». Una ley de la casa (oikos) domina la idea griega de la amistad. Oikeios
significa tanto «perteneciente a la familia o al parentesco» como «amistoso» o
«amigo». Así, los griegos designan a los «parientes» con una palabra que es la forma
superlativa de «amigo». En cambio, en Dôgen leemos:
Tener compasión con los otros hombres, sin distinguir entre familiar y
extraño; aspirar siempre a salvarlos a todos sin diferencias, y en ello no pensar
nunca en el propio beneficio, ni mundano ni supramundano; aunque los otros
no lo sepan y no muestren ninguna gratitud, simplemente hacer bien a los
demás, y nunca dar a conocer a los otros lo que abrigáis de bueno en el
corazón.
La afabilidad arcaica es opuesta en muchos aspectos a la idea aristotélica del amigo.
El lugar de origen de esta amabilidad no es en primer lugar la «casa». En efecto, el
arcaicamente amistoso no habita en ninguna parte, no se orienta por la casa (oikos),
que sería el lugar de la propiedad y de la posesión, o el lugar de la interioridad.
Trasciende toda administración «doméstica», es decir, toda economía del intercambio
o de la equivalencia. Es el amigo des-interiorizado, expropiado de todos los entes. Es
afable no solo con los otros hombres, sino también con cada ente.
Tampoco el amor cristiano al enemigo está libre de la economía. La exigencia de
dar unilateralmente, sin pedir nada a cambio, va unida a una economía sagrada. Se
espera, en efecto, una retribución divina:
Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los
pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis bien a los que bien os hacen,
¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a
aquellos de quienes esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los
pecadores prestan a los pecadores, para percibir lo que corresponda. Vosotros,
en cambio, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar
nada. Entonces será grande vuestra recompensa. (Lucas 6, 32-35).
Por el contrario, en el budismo Zen no habría ninguna instancia divina que
restableciera la economía en un nivel superior. Allí se da y perdona sin ningún
cálculo económico. No hay allí nadie que administre la «casa».
El sentimiento de simpatía que brota de la afabilidad arcaica no puede entenderse
desde la «compasión» usual. Por una parte, se dirige a los seres en general, y no en
exclusiva a los demás hombres. Por otra parte, no se debe a la identificación o
«compenetración». Ese sentimiento de simpatía no conoce aquel yo que sufriría o se
alegraría por medio de un proceso de identificación. Si todo «sentimiento» estuviera
vinculado al «sujeto», la simpatía de la afabilidad arcaica no sería ningún
«sentimiento». Lo que en ella se da no es ningún sentimiento «subjetivo», ninguna
«inclinación». No es «mi» sentimiento. Quien siente es «nadie». La simpatía le
«acontece» a uno. «Ello» es amistoso:
Él, a saber, el budista zen, se alegra y sufre como si no fuera «él» el que se
alegra y sufre. Se siente como en la respiración: no respira «él» como si la
respiración dependiera de él y de su consentimiento, sino que él es respirado y
allí lo que pone de propio es a lo sumo el consciente estar contemplando.
El amistoso «sentir con» se debe al vacío, que está vaciado de la diferencia entre yo y
el otro. No admite aquel sí mismo que «se» complacería en el «sentir con»: «La
compasión […] no ha de llevar en lo más mínimo al sentimiento de satisfacción
consigo». Aquel amistoso «con» está radicado en una in-diferencia o igualdad de
valía. Está libre tanto del odio como del amor, tanto de la inclinación como de la
aversión.
Según Schopenhauer, la compasión se despierta allí donde se rompe el «principio
de individuación», en virtud del cual yo pongo absolutamente mi «voluntad de vivir»
contra otros. Pero con ello no se suprime la «voluntad misma de vivir». Ella es el en
sí del mundo fenoménico, un en sí que constituye «la esencia de cada cosa y vive en
todo». Conocemos solamente que el en sí de mi propio fenómeno, a saber, la
voluntad de vivir, es también el de los extraños. Cuando el principio de individuación
ya no encadena a uno de tal manera, se intenta establecer el equilibrio entre sí mismo
y el otro, y el individuo «renuncia a los disfrutes, asume renuncias, para atenuar el
sufrimiento ajeno». Nos percatamos de que la diferencia entre uno mismo y el otro,
«que para el malo constituye un abismo tan grande, pertenece tan solo a una engañosa
manifestación pasajera».
Ciertamente la ética de la compasión en Schopenhauer radica más allá del
«deber» moral o de la ética normativa. Pero, en contraposición al budismo Zen, la
voluntad domina todavía la relación con el otro. En efecto, en la compasión el otro es
puesto como el «último fin» de mi voluntad. Yo «quiero» el bien del otro, pues
este es «otro yo». Quien siente compasión «se reconoce a sí mismo, reconoce su
voluntad» en el que sufre. La ética de la compasión en Schopenhauer permanece
ligada todavía a la figura del sí mismo. Y así tiene que resolver el problema de la
identificación entre sí mismo y el otro. Pues la compasión
que yo de alguna manera «estoy identificado con él», es decir, que por lo
menos en cierto grado se ha suprimido aquella «diferencia» completa entre
«mí mismo» y cada otro, en la que descansa precisamente mi egoísmo.
Según Schopenhauer, esta identificación se produce a través de la «representación»:
Ahora bien, como yo no estoy metido «en la piel» del otro, solo por medio
del «conocimiento» que yo tengo de él, es decir, por la representación de él en
mi cabeza, puedo identificarme con él en tal grado, que mi acción anuncia esa
diferencia como superada.
Pero la diferencia entre sí mismo y el otro solo se suprime «en un cierto grado»:
[…] Tenemos claro y presente en todo instante que es él quien padece, no
nosotros: y precisamente en su persona, no en la nuestra, sentimos el
sufrimiento, para nuestra aflicción. Sufrimos con él, o sea, en él: sentimos su
dolor como el suyo y no nos imaginamos que sea el nuestro.
Es conocido que Buber sitúa la relación dialogística entre yo y tú en el «reino del
entre», a saber, en aquella «cresta estrecha» «más allá de lo subjetivo» y «más aquí
de lo objetivo». Esta relación,
contra lo que es usual, ya no se sitúa o bien en la interioridad del
individuo, o bien en un mundo general que lo abarca y determina, sino
fácticamente entre los dos.
Este enfoque es interesante por cuanto sitúa el lugar del acontecer interhumano fuera
de la «interioridad» del sujeto aislado en sí mismo. El entre, en el que tiene lugar la
relación de un individuo con otro, es «más antiguo», por así decirlo, que estos.
Designa una relación, que no puede convertirse en substancia, precedente a los
términos relacionados.
La doctrina del budismo Zen se distingue en muchos aspectos del «entre» de
Buber. Allí se trata de un lugar de in-diferencia del «ni yo ni tú». En cambio, el
«entre» de Buber no es tan despojado de entidad o abierto como el vacío. Está
cercado por los dos «extremos», en los que el yo y el tú están fijamente ubicados. Sin
duda la relación dialogística o el «encuentro dialogístico» tiene lugar fuera de la
«interioridad» del sujeto particular. Pero el entre se condensa en un espacio de la
interioridad. Este espacio está cerrado y es íntimo como una interioridad personal. Se
podría decir también: el entre tiene un «alma». En cambio, el diálogo entre Yangshan
y Sansheng no constituye una íntima «conversación a dos». Precisamente la risa
sonora rompe toda intimidad, toda interioridad del entre.
Los ejemplos de «relación dialogística» en Buber esclarecen la intimidad y el
carácter cerrado de esta relación a dos:
En el apiñamiento mortal del refugio antiaéreo se encuentran de manera
súbita las miradas de dos desconocidos durante algunos segundos, en una
sorprendente reciprocidad sin relación; cuando suena la sirena del cese de
alarma, eso queda olvidado ya y, sin embargo, se dio en un ámbito con
duración no superior a aquel instante. Puede suceder que en la sala de la ópera
a oscuras, entre dos oyentes extraños el uno para el otro, que perciben con
igual pureza y con igual intensidad algunos tonos de Mozart, se produzca una
elemental relación dialogística, apenas perceptible, que se ha hundido hace
tiempo en el olvido cuando se encienden las luces.
En el momento del encuentro dialogístico los dos afectados se separan del resto y
pasan al interior del diálogo a dos o del entre. El tú «carece de vecinos». Buber
acentúa con frecuencia la exclusividad de la relación dialogística:
Cada relación real con un ser o entidad en el mundo es exclusiva. El tú
está desprendido, ha salido fuera, es único y actúa enfrente. Llena el círculo
celeste; no como si no hubiera otra cosa, pero todo lo demás vive en «su»
luz.
La exclusividad, o la carencia de vecinos del tú, confiere al entre una profunda
interioridad. La amabilidad arcaica, que está despojada de toda interioridad, no
conoce ningún tú enfático.
Según Buber, la «melancolía de nuestro destino es que en muestro mundo cada tú
tiene que convertirse en ello». El hombre,
que era todavía único y no producido, no dado como algo a la vista, solo
presente, no experimentable, solo tangible, ahora es de nuevo un él o un usted,
una suma de propiedades, un cuanto figurable.
El ello es un algo, un objeto de apropiación. En contraposición al tú-yo, el ello-yo es
incapaz de relación, pues se comporta con el mundo solo apropiando:
Se dice que el hombre experimenta su mundo. ¿Qué significa esto? El
hombre pasa por la superficie de las cosas y las experimenta. Se busca en ellas
un saber en torno a su constitución, una experiencia. Experimenta lo que hay
en las cosas. Pero no son solo las experiencias las que aportan el mundo al
hombre. Pues ellas no pasan de darle un mundo que consta de ello y ello y
ello, de él y él y usted y usted y ello. Yo experimento algo. […] El mundo
como experiencia pertenece a la palabra fundamental yo-ello. La palabra
fundamental yo-tú funda el mundo de la relación.
El tú particular es finito. Después del breve instante del encuentro se convierte de
nuevo en ello. Pero el tú permanece enlazado en Dios, a saber, en aquel «tú eterno»
que, según su esencia, no puede convertirse en ello.
La filosofía dialogística de Buber desemboca en una teología. Todas las llamadas
dirigidas al tú giran en torno al «tú eterno», son en definitiva invocación de Dios. El
yo particular, a manera de una ventana, concede una perspectiva hacia Dios, hacia el
«tú eterno»:
En cada esfera, a través de cada cosa que se nos hace presente, miramos al
linde del tú eterno, desde cada una percibimos un soplo de él, en cada tú
invocamos lo eterno, en cada esfera a su manera.
Según hemos dicho, cada relación dialogística es exclusiva. Las líneas de la relación,
si en general pudieran prolongarse, habrían de correr paralelas en virtud de su
exclusividad, sin tocarse entre ellas. Pero Buber «liga» las líneas dialogísticas, hace
que estas corran hacia un centro: «Las líneas prolongadas de la relación se cortan en
el tú eterno».
Él (es decir, el mundo del tú) tiene su conexión en el centro, en el que se
cortan las líneas prolongadas de las relaciones: en el tú eterno.
Con esta figura circular Buber inscribe en el entre dialogístico una interioridad
adicional. Tiene lugar una centralización interiorizante. El entre, ya recogido en sí,
«se concentra» en el centro divino. Esta múltiple interioridad esclarece de nuevo la
diferencia por la que el entre dialogístico se distingue de la doctrina del budismo Zen,
cuyo rasgo fundamental es la desinteriorización. Las llamadas dirigidas al tú giran en
torno a Dios, en torno al «Señor de la voz». Las voces, que se dirigen
exclusivamente a un tú, se siguen interiorizando en la voz de Dios. La comunidad no
se funda por «un hablar» de los vecinos entre sí, sino por aquellos «radios» que
corren hacia el centro divino:
Lo primario no es la periferia, no es la comunidad, son más bien los
radios, la comunidad de las relaciones con el centro. Solo esta garantiza la
auténtica subsistencia de la comunidad.
A la afabilidad arcaica, que procede del vacío, le falta precisamente este «centro».
Puesto que falta el centro, tampoco hay periferia ni radios. La afabilidad arcaica
formula un «ser con» sin el medio centralizante o centrípeto.
El «tú» de Buber, como palabra del amor y de la afirmación, es pronunciado
con énfasis. Allí la conmoción o la elevación constituye el temple de ánimo
fundamental, que templa (determina) la relación dialogística. No puede llamarse una
palabra «amable». A la amabilidad arcaica le falta todo énfasis, toda interioridad, toda
intimidad. Ella, en efecto, no es excluyente. La palabra afable rompe el interior
dialogístico, suena por encima del «yo» y del «tú». En muchos aspectos es
indiferente. Precisamente esta in-diferencia le quita la intimidad, la hace «más
universal, más abierta» que la palabra del «amor» dirigida al tú.
Buber, en Yo y tú, echa en cara al budismo la incapacidad de «relación», la
«supresión del poder decir tú». Cree que a Buda le es extraño «el simple estar
enfrente entre un ser y otro ser». Según Buber, el budismo, como toda doctrina de la
«sumersión», cae en aquella «gigantesca ilusión del espíritu humano
retroflexionado». En esta «ilusión» el espíritu se deshace de todo sentido de
relación:
En cuanto el espíritu retroflexionado renuncia a este sentido suyo, a este
sentido suyo de relación, tiene que introducir en el hombre lo que no es
hombre, tiene que dar alma al mundo y a Dios.
No puede verse ningún hombre,
en la primavera, como detrás del espejo,
la flor del ciruelo.
Basho
La interpretación del budismo que ofrece Buber es problemática en algunos aspectos.
Sobre todo, el budismo no conoce aquella interioridad humana, aquella celda de
aislamiento del «sujeto puro» «retroflexionado sobre sí mismo», en la que todo
debería interiorizarse, recibir alma. El espíritu abierto, amistoso, está siempre fuera.
En cambio, la «relación dialogística» presupone una interioridad del yo, del que sale
una llamada al tú separado de él. La amabilidad arcaica no necesita la llamada, pues
despierta desde el ello singular de la in-diferencia, que, sin embargo, ha de
distinguirse del mundo del ello en Buber. Admite una relación, un ser con, aunque sin
interioridad ni deseo.
También el mortero es Issa!
Issa
Las crónicas budistas cuentan el suceso en el que Sâkyamuni transmite la «antorcha»
a su discípulo Kâsyapa. También Dôgen remite una y otra vez a este suceso especial:
En el monte del Buitre el Mundo-Sublime elevó una flor de
Udumbara ante una gran asamblea y pestañeó. Entonces la cara de
Mahâkâsypa estalló en risas. El Mundo-Sublime dijo: «Yo poseo el verdadero
Ojo del Dharma y el espíritu admirable del Nirvâna. Lo confío a
Mahâkâsyapa».
La risa de Kâsyapa sin duda no es ningún «indicio» de que él ha «entendido» el
«signo» de Sâkamuni. Nada es «interpretado aquí». No se intercambia ningún signo.
Dôgen observa sobre la elevación de la flor:
Montes y ríos, tierra, sol y luna, viento y lluvia, hombres, animales,
hierbas y árboles, todas estas cosas multiformes que se muestran ahora aquí y
allá son precisamente la elevación de la flor. También vida y muerte, ir y venir
son las múltiples formas y el resplandor de la flor.
La flor mantenida en alto es el mundo multiforme; ella es vida y muerte, ir y venir de
los seres. Tampoco la sonrisa «apunta» a nada. Es más bien el «acontecer de una
transformación singular», en el que Kâsyapa se convierte en flor:
El pestañear representa el instante en que, mientras Buda estaba sentado
bajo el árbol de Bohdi, la estrella clara ocupó el puesto de sus ojos. Entonces
«rompió» en risa la cara de Mahâkâsyapa. Su cara estaba ya «rota», y su
puesto fue ocupado por la cara de la flor mantenida en alto.
La cara sonriente de Kâsyapa es el mundo. Es vida y muerte, ir y venir. Es la cara de
las cosas que se demoran en cada caso. Esta cara de flor, vaciada, des-interiorizada,
carente de sí mismo, que respira, recibe montes y ríos, tierra, sol y luna, viento y
lluvia, hombres, animales, hierbas y árboles, o hace de espejo de todo eso, podría
describirse como el lugar de la amabilidad arcaica. La «sonrisa arcaica», esta
expresión profunda de la amabilidad, despierta allí donde la cara rompe su rigidez, se
hace «carente de límites», se transforma en una especie de «cara de nadie».
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