Divino y eterno es el espíritu.
Hacia él, del que somos obra e imagen.
Va nuestro camino; nuestro mayor anhelo es:
Ser como Él, caminar en su Luz.
Pero somos mortales, hechos de barro.
La inercia de una pesada carga nos abruma.
Y aunque nos abriga, cálida y maternal, la naturaleza.
Nos amamanta la tierra, nos da cuna y sepultura.
Y nos invita a permanecer entre sus flores.
La naturaleza no nos da la paz.
Su hechizo maternal es atravesado.
Por la perentoria chispa del espíritu inmortal.
Que, como un padre, convierte en hombre al niño.
Anula la inocencia y nos despierta a la lucha y a la consciencia.
Así, entre la madre y el padre.
Así, entre el cuerpo y el espíritu.
Vacila el hijo más frágil de la creación.
El hombre de alma temblorosa, capaz de sufrimiento.
Como ningún otro ser, y capaz de lo más alto:
El amor que espera y confía.
Arduo es su camino, pecado y muerte, su alimento.
A menudo se pierde en la oscuridad, a menudo.
Preferiría no haber sido creado.
Pero sobre él resplandece siempre su misión.
Su destino: la luz, el espíritu.
Y sentimos: es él, el acosado por el peligro.
A quien ama el Eterno con amor singular.
Por ello, para nosotros, hermanos pecadores.
Es posible el amor en toda desunión.
Y no es el juicio y el odio.
Sino el amor paciente.
La paciencia amante.
Lo que nos conduce hacia la sagrada meta.
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