Cinco años han pasado; cinco veranos, ¡con la lentitud
de cinco largos inviernos! Y de nuevo oigo
esas aguas, rodando desde sus fuentes en la montaña,
con un suave murmullo de tierra adentro. De nuevo
contemplo los altos y abruptos acantilados,
que en esta salvaje escena de aislamiento imprimen
pensamientos de aislamiento más hondo, y conectan
el paisaje con el reposo del cielo.
El día llega cuando descanso de nuevo, aquí
bajo la sombra de este sicomoro, y veo
esas tramas de casas y terrenos, penachos de huertos
que en esta estación, con sus frutos inmaduros,
quedan revestidos de una tonalidad verde, y se pierden
en medio de bosquecillos y matas. ¡De nuevo veo
estos setos vivos, apenas setos, líneas suaves
de concupiscente madera silvestre: granjas bucólicas,
verdes hasta la mismísima puerta; y guirnaldas de humo
elevándose, en silencio, entre los árboles!,
con alguna sensación incierta, como de
vagabundos errando en los bosques inhóspitos
o de una cueva de ermitaño, donde junto al fuego
el ermitaño se sienta solo.
Estas formas bellas,
después de una larga ausencia, no han sido para mí
como un paisaje para el ojo de un ciego:
con frecuencia, en habitaciones solitarias, y en medio del estrépito
de pueblos y ciudades, yo les debo
en horas de cansancio, dulces sensaciones,
experimentadas en la sangre, y sentidas en la profundidad del corazón
que recorrían el área más pura de mi conciencia
como un plácido reconstituyente; sentimientos, además,
de inolvidable placer, de una clase que quizá
provoquen algo más que una ligera o trivial influencia
sobre la mejor porción de la vida de un buen hombre:
sus pequeños, anónimos, olvidados, actos
de amabilidad y de amor. En nada inferiores, confío,
a esos que puedo considerar otro regalo
de aspecto más sublime; ese bendito estado
en el que se alivian el yugo del misterio,
y el peso y la fatigosa carga
de todo este mundo incomprensible;
ese sereno y bendito estado,
en el que suavemente nos guían los afectos,
hasta que con el aliento de nuestro esqueleto corpóreo,
con el movimiento de nuestra sangre humana casi suspendido,
nos abandonamos al sueño del cuerpo
y nos convertimos en un alma viviente:
y con un ojo fijo en el poder de lo armónico
y en el profundo poder de la alegría,
vemos dentro de la vida de las cosas.
Si esta
fuese una creencia vana, entonces, ¡oh!, con qué frecuencia
en la oscuridad y en medio de muchas siluetas
iluminadas por la triste luz del día, cuando el fastidioso
alboroto improductivo, y la fiebre del mundo,
han pendido en los latidos de mi corazón,
¡con qué frecuencia, en espíritu, he regresado a ti,
selvático Wye que merodeas a través de los bosques!;
con qué frecuencia se ha vuelto mi espíritu hacia ti.
Y ahora, con destellos de un pensamiento medio consumido
por tantos recuerdos penumbrosos y tenues,
y algo de triste perplejidad,
la pintura de la mente revive de nuevo:
mientras estoy aquí sentado, no solo con la sensación
actual de placer, sino con los pensamientos placenteros
que en este instante, aquí, son vida y alimento
para los años futuros. Y así me atrevo a esperar,
aunque alteradas, sin duda, las mismas impresiones
de la primera vez que vine a estas colinas, cuando como un corzo
sobrevolaba las montañas, por la vertiente
de los ríos profundos, y las corrientes solitarias,
allí donde la naturaleza me dirigía: más parecido a un hombre
que huye de lo que teme, que a quien
persigue lo que ama. Entonces, la naturaleza
(los toscos placeres de mis días juveniles,
y sus movimientos de animal satisfecho, ya desaparecidos),
lo era todo para mí. No puedo pintar
quién era yo entonces. El sonido de la catarata
me hechizaba como una pasión: la alta roca,
la montaña, y el profundo y lóbrego bosque,
sus colores y sus formas, eran para mí
una apetencia, el sentimiento de un amor,
que no necesita de un encanto más lejano
que el proveído por el pensamiento, ni otro interés
que el que le presta el ojo. Ese tiempo ya ha pasado
y no volverá ninguno de sus placeres dolorosos
ni el vértigo de sus arrebatos; ni volveré
a desmayarme ni a lamentarme ni a susurrar por ellos,
otros dones he recibido; y, para tales pérdidas, los considero
una recompensa abundante. Porque he aprendido
a mirar la naturaleza, no como en la época
de mi juventud irreflexiva; sino escuchando a menudo
la sosegada y triste música de la humanidad,
ni áspera ni disonante, aunque lo bastante poderosa
para castigar y dominar. Y he advertido
una presencia que me turba con la alegría
de los pensamientos elevados; un sentimiento sublime
de algo todavía más profundamente entremezclado,
cuya morada es la luz de los soles crepusculares,
y el océano circundante y el aire vivo,
y el cielo azul, y la mente del hombre;
un movimiento y un espíritu que impelen
a todas las cosas pensadas, a todos los objetos de todos los pensamientos,
y que se desliza sobre todas las cosas. Por ello,
todavía soy un amante de los prados y de los bosques,
y de las montañas; y de todo lo que nosotros le debemos
a esta tierra verde; de todo lo que debemos al poderoso mundo
del ojo y del oído, que ellos han creado a medias,
y que perciben; y estoy bien dispuesto a reconocer
en la naturaleza y en el lenguaje de la sensación,
el ancla de mis pensamientos más puros, el aya,
el guía, el guardián de mi corazón y alma
de todo mi ser moral.
Quizá
si yo no estuviera adiestrado así, todavía sufriría más
la decadencia de mis espíritus geniales
pero tú estás conmigo aquí, junto a las riberas
de este río encantado, tú, mi mejor amiga,
querida, querida amiga; y en tu voz capturo
el antiguo lenguaje de mi corazón, y leo
mis antiguos placeres en las fugaces iluminaciones
de tus ojos salvajes. ¡Oh! ¡Mientras todavía
pueda ver en ti un poco de lo que fui una vez,
mi querida, querida hermana! Y hago esta oración
a sabiendas de que la Naturaleza nunca traicionará
el corazón que la amaba; este será el privilegio de ella
durante todos los años de nuestra vida, guiarme
de alegría a alegría: ya que ella puede dar forma a
la mente que está dentro de nosotros, impresa
con tanta quietud y belleza, y alimentada
con tantos pensamientos elevados, que ni las malas lenguas,
ni los juicios torcidos, ni el desprecio de los egoístas,
ni los saludos sin amabilidad, ni todo
el monótono intercambio de la vida cotidiana
podrán prevalecer nunca sobre nosotros, ni perturbarán
nuestra alegre fe: que todo lo que ambos observamos
está lleno de bendición. Así que deja a la luna
brillar sobre tu solitario paseo;
y deja a los vientos brumosos de la montaña la libertad
de soplar a tu paso: y, en años venideros,
cuando estos éxtasis salvajes maduren
en un placer más sobrio; cuando tu mente
se convierta en una mansión para todas las formas bellas,
tu memoria será un lugar de residencia
para todos los sonidos y las armonías dulces. ¡Oh!, entonces,
si la soledad, o el miedo, o el dolor, o la pesadumbre
son tu destino, con qué curativos pensamientos
de tierna alegría podrás recordarme,
a mí y a mis exhortaciones. Quizá no olvides,
aunque yo esté donde ya no pueda oír tu voz
ni capturar de tus ojos salvajes
esos destellos de existencia pasada,
que sobre las orillas de esta deliciosa corriente
anduvimos juntos; y que yo, durante tanto tiempo
adorador de la Naturaleza, vine aquí
sin desfallecimientos para ofrecer este servicio: aunque diría que
con un amor más cálido, oh, con el más profundo ardor
de un amor sagrado. No podrás olvidar entonces,
que después de muchos vagabundeos, tantos años
de ausencia, estos escarpados bosques y abruptos acantilados,
y sus verdes paisajes pastoriles, fueron para mí
lo más amado, tanto por sus méritos como por tu gracia.
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