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Foto del escritorAmenhotep VII

El Problema del Dolor - C. S. Lewis



«Si Dios fuera bueno, querría que sus criaturas fueran completamente felices; y si fuera todopoderoso, podría hacer lo que quisiera. Mas como las criaturas no son felices, Dios carece de bondad, de poder o de ambas cosas». He ahí el problema del dolor en su forma más simple. Para resolverlo, es preciso mostrar la ambigüedad de los términos «bueno», «todopoderoso» y, quizá también, «feliz». Es preciso admitir desde el principio que si el significado atribuido habitualmente a esas palabras es el mejor o el único posible, el argumento anterior es irrefutable. En el presente capítulo haré algunos comentarios sobre la idea de omnipotencia y en el siguiente explicaré la noción de bondad. Omnipotencia significa «poder hacerlo todo, sea lo que sea». Por su parte, las Escrituras dicen: «para Dios todo es posible». En la discusión con no creyentes se suele oír con frecuencia cosas como ésta: «Si Dios existiera y fuera bueno, haría tal o cual cosa». Si les hacemos ver que la acción que proponen es imposible, recibiremos generalmente la réplica siguiente: «Creíamos que Dios era capaz de hacer cualquier cosa». Esta respuesta plantea el problema de la imposibilidad. En el uso habitual, la palabra imposible implica una cláusula restrictiva que comienza con la expresión «a menos que». Así, me es imposible ver la calle desde donde estoy escribiendo en este momento, es decir, es imposible ver la calle a menos que suba al último piso, donde estaré a una altura suficiente para ver por encima del edificio que ahora me impide divisarla. Si tuviera una pierna rota, diría: «Me es imposible subir al último piso». Con esas palabras querría decir, sin embargo, que no es posible a menos que aparezca algún amigo que quiera subirme. Ascendamos ahora a otro nivel de imposibilidad. Nos situamos en él cuando decimos: «Es absolutamente imposible ver la calle mientras yo permanezca donde estoy y el edificio que se interpone entre ella y mi visión siga donde está». Alguien podría añadir a ello la siguiente observación: «A menos que la naturaleza del espacio o de la visión fuera diferente de la que es». Desconozco qué responderían a ello los grandes filósofos y científicos. Yo, por mi parte, le daría esta contestación: «Ignoro si existe la posibilidad de que el espacio y la visión tengan una naturaleza como la que usted sugiere». Es evidente que la palabra posibilidad, tal como la acabamos de utilizar, hace referencia a un tipo absoluto de posibilidad e imposibilidad completamente distinto de las posibilidades e imposibilidades relativas que hemos considerado. No puedo afirmar si es posible o no en el nuevo sentido ver a través de las paredes, pues desconozco si es o no internamente contradictorio. Pero sé, sin el menor género de dudas, que si es algo internamente contradictorio, será absolutamente imposible. Lo absolutamente imposible se puede denominar también intrínsecamente imposible, pues encierra dentro de sí una imposibilidad constitutiva o esencial, no prestada por otras imposibilidades cuya imposibilidad dependiera, a su vez, de otras. La imposibilidad esencial no permite usar la cláusula a menos que, pues indica que algo es imposible bajo cualquier condición, en todos los mundos posibles y para todos los agentes. «Todos los agentes» incluye en este contexto también a Dios. La omnipotencia divina significa un poder capaz de hacer todo lo intrínsecamente posible, no lo intrínsecamente imposible. Podemos atribuir milagros a Dios, pero no debemos imputarle desatinos. Eso no significa poner límites a Su poder. Si se nos ocurriera decir «Dios puede otorgar y negar al mismo tiempo una voluntad libre a sus criaturas», nuestra afirmación no acertaría a manifestar cosa alguna sobre El. Las combinaciones disparatadas de palabras no adquieren súbitamente sentido por anteponerles la expresión «Dios puede». En cualquier caso, sigue siendo cierto que para Dios son posibles todas las cosas, pues lo intrínsecamente imposible no es una cosa, sino una no entidad. Realizar dos alternativas que se excluyen mutuamente no es más posible para Dios que para la más débil de Sus criaturas. Y ello no porque su poder encuentre obstáculo alguno, sino porque un sinsentido no deja de ser sinsentido por ponerlo en relación con Dios. No estaría de más recordar que los hombres versados en dialéctica yerran frecuentemente, unas veces por argumentar a partir de datos falsos, y otras por descuido en el propio argumento. Así podemos llegar a pensar que son posibles cosas realmente imposibles y viceversa. De ahí la necesidad de definir con el mayor cuidado aquellas imposibilidades intrínsecas que ni siquiera la omnipotencia divina puede realizar. Las explicaciones siguientes no se deben considerar tanto como afirmaciones de lo que es cuanto como muestras de cosas aparentemente probables. Las inexorables leyes de la naturaleza, cuya legalidad se cumple a despecho del sufrimiento o el merecimiento humanos, y que la oración es incapaz de eliminar, parece proporcionar a primera vista un sólido argumento contra la bondad y el poder divinos. Me permito decir que ni siquiera el Ser omnipotente podría crear una sociedad de almas libres sin crear de forma simultánea una naturaleza relativamente independiente e «inexorable». No hay razón para suponer que la autoconsciencia, la capacidad de la criatura de percibirse a sí misma como un «yo», pueda existir de otro modo que en contraposición con lo «otro», con algo distinto del «yo». La conciencia del propio «yo» surge por oposición al entorno, especialmente al entorno social integrado por otros «yoes». Todo ello debería plantear a los meramente teístas una dificultad acerca de la conciencia de Dios. En cambio, los cristianos sabemos por la doctrina de la Santísima Trinidad que en el seno del Ser divino existe algo semejante a la «sociedad» desde el comienzo de los tiempos y por toda la eternidad. Los cristianos sabemos que Dios es amor, no en el sentido de que sea la idea platónica de amor, sino porque dentro de El existe la reciprocidad concreta del amor antes de la creación del mundo. Por esa razón se propaga a las criaturas. La libertad de la criatura debe significar libertad de elección, y la elección implica cosas diferentes entre las que elegir. Una criatura sin entorno carecería de posibilidad de escoger. De ahí que tanto la libertad como la autoconsciencia, que seguramente son una y la misma realidad, exijan también la presencia ante el «yo» de algo distinto del propio «yo». La condición mínima de la autoconsciencia y la libertad es, pues, que la criatura perciba a Dios y se perciba a sí misma como distinta de Dios. No hay por qué descartar la existencia de criaturas conscientes de la existencia de Dios y de sí mismas pero ajenas a la existencia de otras criaturas semejantes. Para unos seres así, la libertad consiste lisa y llanamente en elegir entre amar a Dios más que a sí mismos o a sí mismos más que a Dios. Nos es imposible imaginar, empero, una vida reducida a lo estrictamente constitutivo. Tan pronto como intentamos introducir el conocimiento mutuo entre criaturas semejantes, tropezamos con la necesidad de la «naturaleza». De la conversación habitual de la gente parece desprenderse que nada hay más fácil para las inteligencias que el «encuentro» mutuo y la recíproca percepción de cada una de ellas por la otra. Pero yo no veo posibilidad de algo semejante fuera del medio común formado por el «mundo exterior» o entorno. El más pequeño intento de imaginar un entorno semejante entre espíritus incorpóreos insinúa, subrepticiamente al menos, la idea de un espacio y un tiempo comunes sin los cuales no es posible dar sentido al prefijo «co» de «coexistencia». El espacio y el tiempo constituyen ya un entorno. Todavía es preciso, sin embargo, algo más. Si los pensamientos y pasiones de los demás estuvieran presentes ante mi conciencia como los míos propios, sin el menor indicio de exterioridad o diferencia, ¿cómo podría distinguirlos de los míos? ¿Cómo podría tener pensamientos o pasiones sin objetos que sentir o en los que pensar? Más aún, ¿podría alcanzar las nociones de «exterioridad» o «alteridad» sin tener experiencia de un mundo exterior? Algunos cristianos pueden responder diciendo que Dios (y Satanás) influyen directamente en la conciencia sin el menor vestigio de «exterioridad». Así es, y el resultado es que la mayoría de la gente sigue ignorando la existencia de ambos. Podemos suponer, pues, que si las almas humanas influyeran directa e inmaterialmente unas sobre otras, el que cualquiera de ellas creyera en la existencia de las demás significaría un triunfo poco común de la fe y la inteligencia. En esas condiciones me resultaría más difícil conocer a mi vecino que a Dios, pues para reconocer el influjo de Dios sobre mí cuento con la ayuda de ciertas cosas que llegan del mundo exterior, como la tradición de la Iglesia, las Sagradas Escrituras y el diálogo con amigos religiosos. Para que exista sociedad humana necesitamos exactamente lo que tenemos: una realidad neutral, distinta de ti y de mí, que ambos podemos manejar para hacernos señas el uno al otro. Yo puedo hablar contigo porque ambos podemos emitir ondas sonoras a través del común espacio interpuesto entre nosotros. La materia mantiene separadas las almas, pero también las une. Asimismo, permite a cada uno de nosotros tener «exterioridad» e «interioridad», de suerte que los actos voluntarios y los pensamientos son para mí ruidos y destellos. Además de ser, nos es posible aparecer. Eso permite a cada hombre el placer de trabar conocimiento con otros hombres. La sociedad implica, pues, un ámbito común o mundo en el que se encuentran sus miembros. Si existe una sociedad angélica, como afirma la creencia compartida por los cristianos, los ángeles deberán tener también un ámbito, un mundo como ése, algo semejante a lo que para nosotros es la «materia» entendida en sentido moderno, no en el de la escolástica. Pero si la materia ha de servir de campo neutral, deberá tener una naturaleza fija característica. Si el «mundo» o sistema material tuviera un solo habitante, podría ajustarse en todo momento a sus deseos. «Los árboles se agolparían para complacerle y le cobijarían bajo su sombra». En cambio, en un mundo que cambiara de acuerdo con los caprichos de alguien, nos sería imposible obrar; perderíamos la capacidad de ejercitar el libre albedrío, y nos resultaría difícil dar a conocer nuestra presencia a los demás. Cualquier género de materia empleada para hacer señales estaría ya en su poder. Por consiguiente, no podría ser manejado por nosotros. Por lo demás, si la materia tiene una naturaleza fija y obedece leyes constantes, sus diferentes estados no se acomodarán de igual modo a los deseos de un alma determinada, ni serán igualmente beneficiosos para ese particular agregado de materia que es su cuerpo. El mismo fuego que alivia el cuerpo situado a conveniente distancia, lo destruye cuando la distancia se suprime. De ahí la necesidad, incluso en un mundo perfecto, de señales de peligro, para cuya transmisión parecen estar diseñadas las fibras nerviosas sensibles al dolor. ¿Significa esto la necesidad de que exista algún elemento del mal (en forma de dolor) en cualquier mundo posible? Yo no lo creo, pues aunque sea cierto que el pecado más pequeño es un mal incalculable, el mal causado por el dolor depende de su intensidad. Por debajo de cierta intensidad, el dolor no es temido ni considerado en modo alguno como un quebranto. Nadie siente molestia por la secuencia «templado, agradablemente caliente, muy caliente, abrasador», que nos advierte de la necesidad de retirar la mano expuesta al fuego. Por lo demás, si confiamos en el testimonio del sentimiento propio, deberemos reconocer que un ligero dolor de piernas al ir a la cama tras un día de caminata es realmente agradable. Si la naturaleza inmutable de la materia le impide ser siempre y en cualquier situación igualmente agradable para cada individuo, aún más difícil es que se distribuya en todo momento de manera que resulte igualmente conveniente y satisfactoria para los diferentes miembros de la sociedad. El camino cuesta arriba para quien va en una dirección se torna cuesta abajo para quien va en dirección contraria. Si un guijarro se halla en el lugar que alguien quiere, no puede estar, salvo por una rara coincidencia, en el que otro desea. Todo esto está muy lejos de constituir un mal. Por el contrario, brinda una magnífica ocasión para el ejercicio de la cortesía, el respeto y la generosidad con los que se expresan el amor, el buen humor y la moderación. Mas también deja expedito el camino, ciertamente, a un gran mal, a saber, la competencia y la hostilidad. Si las almas son libres, no se les puede impedir que traten de resolver los problemas con enfrentamientos, en lugar de hacerlo con cortesía. Y una vez que la rivalidad entre las almas se haya convertido en verdadera hostilidad, pueden aprovechar la naturaleza inmutable de la materia para infligirse daño mutuamente. La naturaleza inmutable de la madera, que nos permite utilizarla como viga, también nos brinda la oportunidad de usarla para golpear la cabeza del vecino. La inmutable naturaleza de la materia en general significa, en los casos de lucha entre seres humanos, que quienes tienen mejores armas, mayor destreza y fuerzas más numerosas consiguen habitualmente la victoria aun cuando su causa sea injusta. Tal vez fuera posible imaginar un mundo en el que Dios corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de Sus criaturas, de suerte que la viga de madera se tornara suave hierba al emplearla como arma, o que el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos. En un mundo así sería imposible cometer acciones erróneas, pero eso supondría anular la libertad de la voluntad. Más aún, si lleváramos el principio hasta sus últimas consecuencias, resultarían imposible los malos pensamientos, pues la masa cerebral utilizada para pensar se negaría a cumplir su función cuando intentáramos concebirlos. La materia cercana a un hombre malvado estaría expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Una de las convicciones más arraigadas de la fe cristiana es la creencia en el poder que Dios posee (ejercido en ocasiones) de modificar el comportamiento de la materia y realizar los llamados milagros. La genuina concepción de un mundo común y estable exige, no obstante, que las ocasiones señaladas sean extraordinariamente infrecuentes. En el juego de ajedrez podemos hacer ciertas concesiones arbitrarias al adversario, las cuales mantendrían con las reglas normales del juego una relación semejante a la de los milagros con las leyes de la naturaleza. Podemos dejar que el adversario nos coma una torre o permitirle que repita una jugada y corrija un movimiento realizado inadvertidamente. Pero si le permitiéramos hacer todo lo que le conviniera en cada momento —si pudiera repetir todos los movimientos o tuviéramos que quitar nuestras piezas de su lugar siempre que no le gustara su posición en el tablero—, no tendría sentido alguno seguir hablando de juego de ajedrez. Lo mismo ocurre con la vida de las almas en el mundo. Las leyes inmutables, las consecuencias derivadas de la necesidad causal y el entero orden natural constituyen los límites dentro de los que está confinada la vida común entre los hombres, pero también la ineludible condición de posibilidad de semejante tipo de vida. Si tratáramos de excluir el sufrimiento, o la posibilidad del sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma. Como he dicho anteriormente, la explicación de la intrínseca necesidad del mundo se ha propuesto únicamente como ejemplo de lo que podría ser. Lo que realmente es sólo puede decirlo el Ser omnisciente, pues El es el único que posee los datos y la sabiduría para penetrar en su esencia. No creo, sin embargo, que sea menos complicado de lo que yo he sugerido. Huelga decir que «complicado» alude aquí exclusivamente a la comprensión que el hombre tiene de la necesidad. No debemos entender la argumentación de Dios como la nuestra, es decir, como un proceso deductivo desde el fin —en el caso presente, la coexistencia de espíritus libres— hasta las condiciones necesarias para alcanzarlo, sino más bien como un único acto creador totalmente coherente en sí mismo, el cual se nos presenta al principio como creación de una pluralidad de cosas independientes y, después, como creación de cosas mutuamente necesarias. Cabe, incluso, elevarse por encima del concepto de necesidad mutua tal como lo he bosquejado. Podemos, efectivamente, reducir la materia (tanto la que separa las almas como la que las reúne) a un único concepto, el de pluralidad, del que la «separación» y la «reunión» son exclusivamente aspectos diferentes. Con cada progreso del pensamiento se tornará más clara la unidad del acto creador y la imposibilidad de jugar con la creación como si fuera posible eliminar de ella este o aquel elemento. Tal vez no sea éste «el mejor de los mundos posibles», sino el único posible. La expresión «mundos posibles» no puede significar sino «mundo que Dios podría haber hecho y no hizo». La idea encerrada en la fórmula «lo que Dios podría haber hecho» entraña una concepción exageradamente antropomórfica de la libertad de Dios. Sea cual sea el sentido de la libertad humana, la divina no puede significar indecisión entre alternativas y elección de una de ellas. La bondad perfecta no puede deliberar sobre el fin que se debe perseguir, y la perfecta sabiduría no puede meditar sobre los medios adecuados para alcanzarlo. La libertad de Dios consiste en que la única causa y el único obstáculo de sus actos es El mismo, en que su bondad es la raíz de sus acciones y su omnipotencia el aire en que florecen. Esto nos pone en contacto con la siguiente cuestión: la bondad divina. Nada hemos dicho hasta ahora de ella, ni hemos intentado responder a la objeción de que, si el universo debe admitir desde el principio la posibilidad del dolor, no podría haber sido creado por la bondad absoluta. Debo advertir al lector que no intentaré probar que sea mejor crear que no crear. Desconozco por completo con qué balanza humana podríamos pesar tan portentosa cuestión. Se pueden establecer comparaciones entre unos y otros estados del ser, pero el intento de comparar el ser y el no ser termina necesariamente en mera palabrería. «¿Sería mejor para mí no existir?». «Para mí», ¿en qué sentido? Si yo no existiera, ¿qué beneficio me reportaría no existir? Mi propósito es menos ambicioso. Se trata simplemente de descubrir el modo de concebir sin contradicción la bondad divina y el sufrimiento, en un mundo sufriente y contando con la garantía, fundada en razones diferentes, de que Dios es bueno.




Cuando las almas se vuelven malvadas y crueles usan esa posibilidad para infligirse daños unas a otras. Ello explica quizá las cuatro quintas partes del sufrimiento de los seres humanos. Han sido los hombres, no Dios, quienes han inventado los potros de tortura, los látigos, las cárceles, la esclavitud, los cañones, las bayonetas y las bombas. La avaricia y la estupidez humanas, no la mezquindad de la naturaleza, son las causas de la pobreza y el trabajo agotador. Queda, no obstante, una enorme cantidad de sufrimiento cuyo origen no se halla en nosotros. Aun cuando todo el dolor fuera causado por el hombre, nos gustaría conocer la razón de la enorme libertad concedida por Dios a los hombres más malvados para torturar a sus semejantes. No toda medicina tiene un sabor repugnante; mas el que muchas lo tengan es uno de los hechos desagradables cuya causa nos gustaría conocer.

La verdad es, no obstante, que la palabra dolor tiene dos sentidos que conviene distinguir. En primer lugar, «dolor» significa un género especial de sensación transmitido seguramente por las fibras nerviosas especializadas y reconocido como tal por el paciente, tanto si le agrada como si no. El dolor casi imperceptible de mis extremidades, pongamos por caso, debería admitirse como tal dolor, aunque no cause el menor disgusto. En segundo lugar, «dolor» alude a cualquier experiencia física o mental desagradable para el que la sufre. Conviene advertir que los dolores en el primer sentido se convierten en dolores en el segundo sentido cuando superan un nivel de intensidad muy pequeño. En cambio, lo contrario no ocurre necesariamente. «Dolor» en el sentido indicado en segundo lugar es sinónimo de «sufrimiento», «angustia», «tribulación», «adversidad» o «congoja», y es éste el que plantea realmente el problema del dolor. A partir de ahora emplearemos el término «dolor» en este segundo sentido para referirnos a todo tipo de sufrimiento. Nos olvidaremos, pues, del primer significado de «dolor». El bien proporcionado a la criatura es entregarse a su Creador, es decir, llevar a cabo intelectual, volitiva y emocionalmente la relación adecuada a su condición creatural. Cuando lo hace así, es buena y feliz. Salvo que consideremos nuestra entrega al Creador como un infortunio, ese tipo de bien comienza en un nivel muy superior al de las criaturas. El mismo Dios, la Segunda Persona, el Hijo desde toda la eternidad, entrega con obediencia filial a Dios Padre el ser generado eternamente en el Hijo por el amor paternal del Padre. Para imitar este modelo fue creado el hombre; y así lo hizo efectivamente el hombre del Paraíso. Allí donde la criatura, mediante un acto de obediencia alegre y gozoso, brinda sin reservas la voluntad otorgada por el Creador, ahí precisamente está el cielo, ahí obra el Espíritu Santo. El problema del mundo tal como nosotros lo conocemos radica en descubrir cómo recuperar el sentido de la entrega de sí mismo. No somos meras criaturas imperfectas que deban ser enmendadas. Somos, como ha señalado Newman, rebeldes que deben deponer las armas. La primera respuesta a la pregunta de por qué nuestra curación debe ir acompañada necesariamente de dolor es, pues, que someter la voluntad reclamada durante tanto tiempo como propia entraña, no importa dónde ni cómo se haga, un dolor desgarrador. En el mismo Paraíso sería preciso, a mi juicio, vencer alguna resistencia por pequeña que fuera. Aunque la superación y la entrega irían acompañadas de sublime arrobamiento. Rendir la propia voluntad inflamada e hinchada durante años de usurpación es, sin embargo, una especie de muerte. Todos recordamos la voluntad volcada hacia el propio «yo» tal como era en la infancia. En esa temprana edad se presentaba como amarga y prolongada rabia contra los obstáculos, como explosión colérica de lágrimas, como un aciago y satánico deseo de matar o morir antes que ceder. Las niñeras y los padres de otros tiempos tenían bastante razón al pensar que el primer paso de la educación era «quebrar la voluntad del niño». Los métodos podían ser equivocados, pero no ver su necesidad significa, a mi juicio, quedar impedido para entender las leyes espirituales. Y si ahora que somos adultos no aullamos ni pataleamos, se debe, de un lado, a que nuestros mayores comenzaron en la guardería el proceso de quebrar o sofocar la voluntad volcada hacia el propio yo, y, de otro, a que las mismas pasiones adoptan actualmente formas más sutiles y han adquirido gran habilidad en evitar la muerte por medio de diversas «compensaciones». De ahí la necesidad de morir diariamente. Aun cuando con frecuencia creamos haber amansado al rebelde «yo», seguiremos encontrándolo vivo. Este proceso no es posible sin dolor, como atestigua suficientemente la misma historia de la palabra «mortificación». Sin embargo, el dolor intrínseco a la mortificación del «yo» usurpado —que también se puede llamar muerte— no lo es todo. Aunque la mortificación es en sí misma un dolor, se hace más llevadera, por paradójico que parezca, cuando en su trama está presente el sufrimiento. Esto ocurre, a mi juicio, de tres modos. El espíritu humano no intentará siquiera someter la voluntad volcada hacia el «yo» mientras las cosas parezcan irle bien. El error y el pecado tienen la propiedad de que, cuanto más graves son, menos sospecha su víctima que existen. Son males enmascarados. El dolor, en cambio, es un mal desenmascarado e inconfundible. Todos sabemos que algo va mal cuando sentimos dolor; y el masoquista no constituye una verdadera excepción al respecto. El sadismo y el masoquismo aíslan y exageran respectivamente un «momento» o «aspecto» de la pasión sexual normal. El sadismo exagera la faceta de apresamiento y dominación hasta el extremo de que el pervertido sólo encuentra satisfacción maltratando al amado. El sádico parece decir: «Soy dueño tuyo hasta el punto de que tengo derecho a atormentarte». El masoquista, por su parte, exagera el aspecto opuesto y complementario, y dice: «Soy cautivo tuyo hasta el extremo de recibir con agrado dolor de tus manos». Si el masoquista sintiera el dolor como un mal, como un ultraje que recalca el completo dominio de la otra parte, dejaría de ser para él un estímulo erótico. El dolor no es sólo un mal inmediatamente reconocible, sino una ignominia imposible de ignorar. Podemos descansar satisfechos en nuestros pecados y estupideces; cualquiera que haya observado a un glotón engullendo los manjares más exquisitos como si no apreciara realmente lo que come, deberá admitir la capacidad humana de ignorar incluso el placer. Pero el dolor, en cambio, reclama insistentemente nuestra atención. Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer, pero le grita mediante el dolor: es su megáfono para despertar a un mundo sordo. El hombre malo y feliz no tiene la menor sospecha de que sus acciones no «responden», de que no están en armonía con las leyes del universo. Tras el universal sentimiento humano de que el hombre malo merece sufrir, se esconde la percepción de esta verdad. Es inútil desdeñar ese sentimiento como algo completamente ruin. En un nivel benigno apela al sentido humano de justicia. En cierta ocasión en que mi hermano y yo, siendo todavía pequeños, dibujábamos en la misma mesa, le di un codazo que le hizo trazar una línea inoportuna en el centro de su obra. El asunto quedó resuelto amigablemente al permitirle yo que dibujara otra línea de igual longitud en el centro de la mía. Al «ponerme en su lugar», pude ver mi negligencia desde el otro extremo. En un nivel más severo aparece la misma idea como «castigo retributivo» o como «dar a cada uno lo que se merece». Ciertas personas ilustradas quisieran desterrar las ideas de retribución y de mérito de su teoría del castigo. Todas ellas se empeñan en reducir el valor del castigo al efecto disuasorio sobre los demás o a la reforma del propio criminal. No ven que, al proceder de ese modo, hacen injusta cualquier género de sanción. ¿Hay algo más inmoral que causar dolor a alguien sin merecerlo para disuadir a los demás? Y si lo merece, entonces estamos admitiendo que la «retribución» es pertinente. ¿Puede haber algo más vejatorio, caso de no ser merecido, que atrapar a alguien sin su consentimiento y someterle a un proceso desagradable de enmienda moral? En un tercer nivel nos encontramos con la pasión vindicativa o sed de venganza. Ese sentimiento es malo, y a los cristianos les está expresamente prohibido entregarse a él. Al tratar del sadismo y el masoquismo, tal vez haya quedado claro que las acciones más viles de la naturaleza humana consisten en pervertir cosas buenas e inocentes. La pasión vindicativa es también la perversión de algo bueno, como pone de manifiesto con sorprendente claridad la definición de sed de venganza dada por Hobbes: «deseo de obligar a alguien, causándole dolor, a condenar por cuenta propia algún acto». La venganza pierde de vista el fin por culpa de los medios, pero el fin como tal no es del todo malo, pues quiere que la maldad del malvado sea para él lo que para cualquier otro. La prueba está en que el vengador no quiere simplemente que el culpable sufra, sino que sufra a manos suyas, que lo sepa y sepa por qué. De ahí el impulso a reprochar el crimen al culpable en el momento de la venganza. Eso explica también expresiones tan habituales como «¿Te gustaría que te lo hicieran a ti?» o «Ya te enseñaré yo». Por la misma razón, cuando insultamos a alguien le decimos: «Te voy a decir lo que pienso de ti». Cuando nuestros antepasados se refieren al dolor y la aflicción como «venganza» de Dios por el pecado, no atribuyen necesariamente a Dios malas pasiones. Con esa expresión reconocían seguramente el elemento positivo de la idea de retribución. El hombre malvado vivirá encerrado en un mundo de ilusiones mientras no descubra en su existencia la presencia inequívoca del mal en forma de sufrimiento. Cuando le despierte el dolor, descubrirá que «tiene que habérselas» de un modo o de otro con el mundo real. Entonces tal vez se rebele —con la posibilidad de aclarar el asunto y arrepentirse profundamente en algún momento posterior— o intente algún arreglo, que, de ser continuado, le conducirá a la religión. Ciertamente, ninguno de esos dos efectos es tan seguro ahora como lo era en otras épocas en que la existencia de Dios —o incluso la de dioses— era generalmente reconocida. Pero también en nuestros días seguimos viéndolos actuar. Hasta los propios ateos se rebelan y expresan su rabia contra Dios, como hacen Hardy y Housman, aunque según su opinión no existe —tal vez lo hagan precisamente porque creen que no existe—. Otros autores, como Huxley, son movidos por el sufrimiento a plantear radicalmente el problema de la existencia y a encontrar algún modo de entendimiento con ella que, si bien no es cristiano, es muy superior a la fatua complacencia de la vida impía. El dolor como megáfono de Dios es, sin la menor duda, un instrumento terrible. Puede conducir a una definitiva y contumaz rebelión. Pero también puede ser la única oportunidad del malvado para enmendarse. El dolor quita el velo y coloca la bandera de la verdad en la fortaleza del alma rebelde. Si la primera y más humilde operación del dolor destroza la ilusión de que todo marcha bien, la segunda acaba con el sueño de que todo cuanto tenemos, sea bueno o malo, es nuestro y resulta suficiente para nosotros. Todos hemos observado cuán difícil nos resulta dirigir el pensamiento a Dios cuando todo marcha bien. «Tenemos todo lo que deseamos» es una afirmación terrible cuando el término «todo» no incluye a Dios, cuando Dios es visto como un obstáculo. San Agustín dice al respecto, en alguna de sus obras lo siguiente: «Dios quiere darnos algo, pero no puede porque nuestras manos están llenas. No tiene sitio en el que poner sus dádivas». O como dice un amigo mío: «Consideramos a Dios como el aviador considera el paracaídas. Lo tiene ahí para casos de emergencia, pero no espera usarlo nunca». Ahora bien, Dios, que nos ha creado, sabe lo que somos y conoce que nuestra felicidad se halla en El. Pero nosotros nos negamos a buscarla en El tan pronto como el Creador nos permite rastrearla en otro lugar en que creemos que la encontraremos. Mientras lo que llamamos «nuestra propia vida» siga siendo lisonjera, no se la ofreceremos a Él. ¿Qué otra cosa puede hacer Dios en favor nuestro salvo hacernos un poco menos agradable «nuestra propia vida» y eliminar las fuentes engañosas de la falsa felicidad? Precisamente en ese instante, en el momento en que la providencia divina parece ser más cruel, es cuando la humillación divina, la condescendencia del Altísimo merece mayores alabanzas. Nos quedamos perplejos al ver cómo les sobreviene la desgracia a personas honestas, inofensivas y dignas, a madres de familia hábiles y laboriosas, a pequeños comerciantes diligentes y sobrios, a quienes han trabajado dura y honestamente por una modesta porción de felicidad y parecen, por fin, disfrutar con todo merecimiento de ella. ¿Cómo podría decir con ternura suficiente las palabras adecuadas a situaciones así? No me preocupa la certeza de convertirme a los ojos del lector hostil en responsable, por así decir, del sufrimiento que trato de explicar. También de San Agustín se viene hablando hasta el día de hoy como si él quisiera que los niños no bautizados fueran al infierno. En cambio, me preocupa muchísimo la posibilidad de privar a alguien de la verdad. Permítaseme suplicar al lector que intente creer sólo por un momento que Dios, que ha creado a las dignas personas de nuestros ejemplos, puede tener razón para pensar que su modesta prosperidad y la felicidad de sus hijos no son suficientes para hacerlos bienaventurados, que al fin y al cabo todas esas cosas desaparecerán y que serán desgraciados si no han aprendido a conocerle a Él. De ahí que los aflija para prevenirles sobre las insuficiencias que habrán de descubrir algún día. Su vida y la de sus familias se interpone entre ellos y el reconocimiento de su necesidad; por eso Dios les hace la vida menos dulce. Llamo a esto humildad divina, pues es mezquino arriar la bandera ante Dios cuando el barco está hundiéndose, acudir a Él como último recurso, ofrecerle «todo cuanto tenemos» cuando no merece la pena conservarlo. Si Dios fuera orgulloso, no nos aceptaría fácilmente en esas condiciones. Pero no lo es, y se rebaja para conquistarnos, nos acepta aun cuando hayamos demostrado que preferimos otras cosas antes que a Él y vayamos en pos suya porque no haya «nada mejor» a lo que recurrir. La misma humildad se descubre en la apelación divina a nuestros miedos que turba a los lectores nobles de las Escrituras. No es agradable para Dios comprobar que le elegimos a Él como alternativa al infierno. Mas también esto lo acepta. La ilusión de autosuficiencia que padece la criatura debe ser destruida por su propio bien. Y Dios, «sin pensar en la disminución de su propia gloria», la destruye mediante desgracias en la tierra o el temor a sufrirlas y mediante el miedo cruel al fuego eterno. Quienes desean que el Dios de las Escrituras sea puramente ético no saben lo que piden. Si Dios fuera kantiano y no nos aceptara mientras no acudiéramos a El movidos por los motivos mejores y más puros, ¿quién podría salvarse? La ilusión de autosuficiencia puede ser muy grande en ciertas personas honestas, bondadosas y sobrias. A ellas les debe sobrevenir, pues, la desgracia. Los peligros de la autosuficiencia ostensible explican por qué Nuestro Señor considera los vicios de los irreflexivos y disipados con más indulgencia que los que conducen al hombre en pos del éxito mundano. Las prostitutas no corren peligro de considerar su vida presente tan satisfactoria como para negarse a acudir a Dios. El orgulloso, el avaro y el santurrón, sí corren ese peligro. La tercera operación del sufrimiento es un poco más difícil de entender. Nadie tendrá dificultad en admitir que la elección es un acto esencialmente consciente. Elegir implica saber qué se elige. El hombre del Paraíso elegía siempre conforme a la voluntad de Dios. Y siguiéndola satisfacía sus propios deseos, pues las acciones que le exigía el Creador eran conformes con su recta inclinación, y servir a Dios constituía por sí mismo el placer más intenso, la piedra de toque de los demás, sin la cual cualquier alegría le hubiera parecido insulsa. La pregunta «¿Hago esto por Dios o porque casualmente me gusta hacerlo?» no se planteaba, pues hacer las cosas por Dios era, «casualmente», lo que más gustaba al hombre del Paraíso. Su voluntad, que se hallaba bajo la tutela divina, gobernaba la felicidad con la misma facilidad con que montamos un caballo bien adiestrado. La nuestra, en cambio, es arrastrada por la felicidad experimentada en los momentos felices, como un barco a la deriva empujado por la impetuosa corriente. El placer era una ofrenda agradable para Dios, pues la dádiva como tal era un placer. Hemos heredado unos deseos que, aunque no están necesariamente en contradicción con la voluntad de Dios, tras siglos de autonomía usurpada la ignoran resueltamente. Aun cuando lo que nos guste hacer sea de hecho lo que Dios quiere que hagamos, la razón para hacerlo no es, sin embargo, que Dios lo quiera; se trata, de una feliz coincidencia. De ahí que no podamos saber si obramos parcial o totalmente por Dios a menos que nuestra acción sea contraria a nuestras inclinaciones —o dolorosa si se prefiere—, y no resulte posible elegir lo que sabemos que estamos eligiendo. El acto de entrega total a Dios causa dolor al sujeto. Para ser perfecta, la acción de consagrarse a Dios debe proceder de una pura voluntad de obediencia, sin dejarse llevar por la inclinación, o, incluso, oponiéndose a ella. Por propia experiencia en el momento actual sé cuán difícil es que el yo se entregue a Dios dejándole hacer lo que le gusta. Cuando emprendí la tarea de escribir este libro, esperaba que la voluntad de obedecer cierta «dirección» se encontrara de algún modo entre los motivos que me llevaban a ello. Pero ahora, cuando me encuentro plenamente abismado en él, se ha convertido en una tentación más que en un deber. Sigo confiando, desde luego, en que el hecho de escribirlo esté en conformidad con la voluntad divina, mas sería ridículo sostener que estoy aprendiendo a renunciar a mi propio yo por hacer algo tan atractivo para mí. Aquí pisamos un terreno escabroso. Según Kant, las acciones carecen de valor moral si no se hacen por puro respeto a la ley moral, es decir, sin ser movidos a ellas por la inclinación. El filósofo alemán ha sido acusado de poseer «un estado de ánimo mórbido», que mide el valor de las acciones por el agrado o el desagrado que causan. La opinión popular está, ciertamente, de su lado. La gente no admira jamás a un hombre por hacer algo que le gusta. La expresión habitual en estos casos, «le gusta hacerlo», invita a concluir «por tanto no tiene mérito alguno». Frente a Kant se alza, no obstante, la verdad evidente, subrayada por Aristóteles, de que cuanto más virtuoso es el hombre tanto más disfruta realizando acciones virtuosas. Ignoro cuál deba ser la actitud del ateo ante el conflicto entre la ética del deber y la ética de la virtud, mas como cristiano propongo la siguiente solución. A menudo se ha planteado el problema de si Dios manda ciertas cosas por ser buenas o si son buenas porque Dios las manda. Yo me adhiero resueltamente con Hooker, y frente a la opinión del Dr. Johnson, a la primera alternativa. La segunda puede llevar a la atroz conclusión (alcanzada según creo por Paley) de que la caridad es buena tan sólo porque Dios manda arbitrariamente practicarla. Según eso, si nos hubiera ordenado odiarle a Él y aborrecernos unos a otros, sería bueno hacerlo. Yo creo, por el contrario, que «se equivocan quienes piensan que la voluntad divina que manda hacer una u otra cosa no se apoya en razón alguna fuera de la propia voluntad». La voluntad de Dios está determinada por su sabiduría, clarividente siempre, y por su bondad, que se adhiere sin excepción a lo intrínsecamente bueno. Al decir que Dios manda las cosas sólo porque son buenas, debemos añadir que una de las cosas intrínsecamente buena es el deber de las criaturas racionales de someterse libre y obedientemente a su Creador. El contenido de la obediencia —lo que se nos manda hacer— será siempre algo intrínsecamente bueno, algo que deberíamos hacer aun en el imposible supuesto de que Dios no lo hubiera mandado. Pero no sólo el contenido de la obediencia, sino el mero hecho de obedecer es también intrínsecamente bueno, pues, al hacerlo, la criatura racional representa de forma consciente su rôle creatural, trastoca el acto responsable de la caída, retrocede siguiendo la huella dejada por Adán y vuelve al principio. Estamos de acuerdo con Aristóteles en que lo intrínsecamente bueno no tiene por qué ser desagradable, y que cuanto mejor sea el hombre tanto más le gustará hacerlo. Pero coincidimos con Kant en la medida en que afirmamos la existencia de un acto bueno —la renuncia de sí— que no puede ser querido enardecidamente por las criaturas caídas a menos que sea desagradable. Añadamos que este acto bueno incluye toda otra bondad, que la cancelación definitiva de la caída de Adán, la navegación «a popa a toda máquina» para desandar el largo viaje desde el Paraíso y desatar el antiguo y apretado nudo, tendrá lugar cuando la criatura, sin deseo alguno de prestar su colaboración, despojada completamente de la misma voluntad de obediencia, abrace algo contrario a su naturaleza y haga aquello para lo que sólo hay un motivo posible. Un acto así puede ser descrito como prueba del regreso de la criatura a Dios. Por eso decían nuestros padres que las desgracias nos eran enviadas «para ponernos a prueba». Un ejemplo familiar es la «prueba» de Abraham cuando le fue ordenado sacrificar a Isaac. De momento no me interesa la historicidad ni la moralidad del relato, sino plantear una pregunta obvia: «¿Por qué esa tortura innecesaria si Dios es omnisciente y sabe lo que haría Abraham sin necesidad de experimento alguno?» Mas, como señala San Agustín, sea cual fuera el conocimiento de Dios, Abraham no sabía en modo alguno que su obediencia podría soportar una orden así hasta que se lo enseñó el hecho mismo, y no se puede decir que hubiera elegido la obediencia que él mismo no sabía que elegiría. La realidad de la obediencia de Abraham fue el hecho mismo. Y lo que Dios sabía por su conocimiento anticipado de que Abraham «obedecería» se circunscribía a la obediencia efectiva de Abraham en aquel momento sobre la cumbre de la montaña. Decir que Dios «no necesitaba haber hecho el experimento» significa tanto como afirmar que lo que Dios sabe, precisamente porque El lo sabe, no tiene necesidad de suceder. Aun cuando el dolor destruye a veces la falsa autosuficiencia de la criatura, en la «prueba» suprema o sacrificio le enseña lo que debería ser su verdadera autosuficiencia, a saber, «aquella fortaleza que, aunque otorgada por el cielo, se puede considerar propia». Quien la posee obra, incluso sin motivos y apoyos naturales, con la fuerza que Dios le confiere a través de su voluntad sumisa, sólo con ella. La voluntad humana es auténticamente creativa y realmente nuestra cuando pertenece por completo a Dios. Este es uno de los múltiples sentidos en el que encuentra su alma quien la pierde. En las demás acciones, la voluntad se nutre de la naturaleza, es decir, de las demás realidades creadas que no son el «yo», como los deseos con que nos equipa el organismo físico o la herencia. Cuando obramos por propia iniciativa —es decir, por la acción de Dios en nosotros— somos colaboradores e instrumentos vivos de la creación. De ahí que esas acciones deshagan «con sortilegios de poder separador» el maleficio destructor echado por Adán a su especie. Por eso, si el suicidio es la expresión típica del espíritu estoico y la batalla la mejor manifestación del ánimo guerrero, la realización y perfección supremas del cristianismo sigue siendo el martirio. Esta acción grandiosa fue iniciada para nosotros, se hizo por nosotros, se nos puso como ejemplo para que la imitásemos, y ha sido comunicada misteriosamente a todos los creyentes por Cristo en el Calvario. En el martirio la aceptación de la muerte llega a límites inimaginables, e, incluso, los supera. Quien los sufre se halla desasistido de todo apoyo natural y sin la presencia del Padre a quien se ofrece el sacrificio. El mártir no vacila en entregarse a Dios aunque Dios le «abandone». La doctrina de la muerte que acabo de describir no es exclusiva del cristianismo. La misma naturaleza la ha escrito por todo el mundo en el drama repetido de la semilla enterrada y el grano surgido de ella. Las primeras comunidades agrícolas la aprendieron seguramente observando la naturaleza, y con sacrificios animales y humanos enseñaron durante siglos la verdad de que «no hay remisión sin efusión de sangre». Aun cuando en principio semejantes ideas se relacionaran tal vez con las cosechas y la descendencia de la tribu exclusivamente, más tarde, con los Misterios, llegan a ponerse en relación con la muerte espiritual y la resurrección del individuo. La ascética india predica la misma lección mortificando el cuerpo en un lecho de clavos. El filósofo griego nos dice que la vida de sabiduría consiste en «ejercitarse en la muerte». El pagano noble y sensible de nuestros días hace «morir en vida» a sus dioses imaginarios. Huxley expone la teoría del «desapego». No es posible evitar la doctrina por el hecho de no ser cristiano. Es un «evangelio eterno» revelado a los hombres allí donde los hombres han buscado la verdad y han padecido por ella, el verdadero centro neurálgico de la redención, puesto al descubierto por la sabiduría esmerada de todas las épocas y lugares el conocimiento ineludible de que la luz que ilumina al hombre pone en la mente de todos los que interrogan con seriedad sobre el «sentido» del universo. La peculiaridad de la fe cristiana no reside en enseñar esta doctrina, sino en hacerla más admisible. El cristianismo nos enseña que la trágica tarea se ha cumplido ya de algún modo, que la mano del maestro sujeta la nuestra cuando intentamos trazar las letras difíciles, que nuestro manuscrito debe ser tan sólo una «copia», no el original. Mientras otros sistemas destinan nuestra naturaleza entera a la muerte, como ocurre con la renuncia budista, el cristianismo exige únicamente enderezar el rumbo equivocado. Tampoco declara la guerra al cuerpo, como ocurre con Platón, ni a los elementos físicos de nuestro carácter. Finalmente, no exige de todos el sacrificio supremo. Penitentes y mártires son salvados, y ciertos ancianos, de cuyo estado de gracia difícilmente se podría dudar, llegan a los setenta años con sorprendente facilidad. El sacrificio de Cristo se repite y resuena entre sus discípulos con diferente intensidad, desde el martirio cruel hasta la sumisión espontánea de la voluntad, cuyos signos externos son indiscernibles de los frutos normales de la temperancia y la «dulce sensatez». Desconozco las causas de una distribución de la intensidad como esa. Sin embargo, desde nuestro punto de vista actual debería quedar claro que el verdadero problema no es por qué sufren ciertas personas humildes, devotas y piadosas, sino por qué no sufren otras. Como se recordará, el único modo empleado por Nuestro Señor para explicar la salvación de los afortunados en este mundo fue referirse a la inescrutable omnipotencia de Dios. Los argumentos aducidos para justificar el sufrimiento provocan resentimiento contra su autor. A los lectores les gustaría saber cómo me comporto cuando siento dolor, no cuando escribo libros sobre él. No necesitan hacer conjeturas al respecto, pues se lo voy a decir: soy un cobarde. Mas, ¿de qué sirve esta confesión? «Sobrepasa con mucho mi presencia de ánimo» pensar en el dolor, en la ansiedad devastadora como el fuego, en la soledad que crece como el desierto, en la angustiosa rutina de la aflicción monótona, en el sordo dolor que ennegrece completamente el paisaje, en la repentina sensación nauseabunda que aplasta de un solo golpe el corazón humano, en el dolor que golpea aún con más fuerza cuando ya parecía insoportable, en el exasperante daño causado por la picadura del escorpión, capaz de sobresaltar a un hombre medio muerto por sus anteriores torturas e inducirle a realizar movimientos extravagantes. Si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo. Mas, ¿de que le sirve al lector que yo le hable de mis sentimientos? Ya los conoce: son como los suyos. No afirmo que el dolor no sea doloroso. El dolor hiere. Eso es lo que significa la palabra. Mi propósito consiste exclusivamente en poner de manifiesto la verosimilitud de la vieja doctrina cristiana sobre la posibilidad de «perfeccionarse por las tribulaciones». Pero no pretendo demostrar que sea una doctrina agradable. Al examinar la verosimilitud de la doctrina, es preciso tener en cuenta dos principios. En primer lugar, debemos recordar que el dolor actual, el de este momento, es exclusivamente el centro de algo que podríamos llamar sistema de sufrimiento, el cual se extiende por el miedo y la compasión. Los efectos beneficiosos de estas experiencias, sean las que sean, dependen del centro, de suerte que, aun cuando el dolor careciera de valor espiritual, si no careciera de él el miedo o la piedad, debería existir para proporcionar el objeto del temor y de la compasión. Por lo demás, resulta indudable cuánta ayuda nos proporcionan ambas emociones para volver a la obediencia y la caridad. Todos hemos comprobado alguna vez la eficacia de la compasión para abrirnos al amor de lo indigno de él, para movernos a amar a los hombres no por resultarnos naturalmente agradables de una u otra manera, sino por ser hermanos nuestros. La mayoría de nosotros aprendió los efectos beneficiosos del miedo durante el periodo de «crisis» que ha desembocado en la guerra actual. Mi propia experiencia es más o menos como sigue. Avanzo por la senda de la vida sin modificar mi naturaleza normal, satisfecho de mi descreimiento y de mi condición caída, subyugado por las alegres reuniones mañaneras con mis amigos, un poco de trabajo que halague hoy mi vanidad, un día de fiesta o un nuevo libro. De pronto, una puñalada causada por un dolor abdominal que amenaza con una enfermedad grave, o un titular de periódico que nos advierte de la posibilidad de destrucción total, hace que se desmorone el entero castillo de naipes. Al principio me siento abrumado, y mi pequeña felicidad se asemeja a un montón de juguetes rotos. Después, lentamente y de mala gana, poco a poco, trato de recuperar el estado de ánimo que debiera tener en todo momento. Me acuerdo de que ninguno de esos juguetes fue pensado para poseer mi corazón, de que el verdadero bien se halla en otro mundo, de que mi único tesoro auténtico es Cristo. La gracia de Dios me ayuda a tener éxito, y durante uno o dos días me convierto en una criatura consciente de su dependencia de Dios y que extrae su fuerza de la fuente debida. Ahora bien, desaparecida la amenaza, mi entera naturaleza se lanza de nuevo a los juguetes, deseosa —Dios me perdone— de desterrar de mi mente el único sostén frente a la amenaza, asociada ahora con el sufrimiento de aquellos días. Así se manifiesta con claridad terrible la necesidad de la tribulación. Dios ha sido mi único dueño durante cuarenta y ocho horas, pero sólo por haber apartado de mí todo lo demás. Si el Señor envainara su espada un instante, me comportaría como un cachorro tras el odiado baño. Me sacudiría para secarme cuanto pudiera, y me apresuraría a recuperar mi confortable suciedad en el cercano lecho de flores o, peor aún, en el contiguo montón de estiércol. Ésa es la razón por la que la adversidad no cesará hasta que Dios nos rehaga de nuevo o vea que carece de esperanzas seguir intentándolo. En segundo lugar, cuando consideramos el dolor en sí mismo, como centro de todo el sistema del sufrimiento, debemos prestar atención a lo que sabemos, no a lo que imaginamos. Pero incluso dentro del género humano, hemos de poner sumo cuidado en obtener la evidencia del dolor de ejemplos sometidos a observación. Este novelista o aquel poeta pueden sentirse inclinados a representar el sufrimiento como realidad cuyos efectos son completamente nocivos, como la causa y justificación de cualquier género de malicia y brutalidad del que lo padece. Tanto el dolor como el placer pueden ser acogidos, ciertamente, de ese modo. Todo cuanto le es dado a una criatura con voluntad libre tiene necesariamente un doble filo. Y no por la naturaleza del que da ni de lo dado, sino por la del que recibe. Por lo demás, pueden multiplicarse las consecuencias funestas del dolor si quienes rodean a las víctimas les enseñan insistentemente que son esas las secuelas apropiadas y varoniles que deben manifestar. Indignarse por el sufrimiento de los demás es una pasión generosa, pero precisa ser bien conducida para no agotar la paciencia o la humildad de los atribulados y para evitar que sean sustituidas por la cólera y el cinismo. No estoy convencido, sin embargo, de que el sufrimiento produzca de modo natural semejante mal si se pasa por alto la indiscreta indignación de los demás. No he visto más odio, egoísmo, sublevación y falta de honradez en las trincheras del frente o en los cuarteles generales que en los demás lugares. En cambio, he visto gran belleza de espíritu en personas afligidas por el sufrimiento; he comprobado cómo, por lo general, los hombres mejoran con los años, en vez de empeorar; he observado que la enfermedad final produce tesoros de entereza y mansedumbre en individuos poco prometedores. En figuras históricas amadas y veneradas, como Johnson y Cowper, descubro rasgos muy difíciles de poseer si hubieran sido más felices. Si el mundo es realmente «un valle donde se forman las almas», parece que, por lo general, realiza bien su tarea. No me atrevo a hablar de la pobreza como de mí mismo, esa aflicción que incluye actual o potencialmente las demás miserias. Quienes rechazan el cristianismo no se conmoverán por la afirmación de Cristo de que los pobres son bienaventurados. Sin embargo, en este punto me sirve de ayuda un hecho notable. Quienes con más desdén repudian el cristianismo, al que consideran meramente «opio del pueblo», desprecian a los ricos, es decir, a toda la humanidad excepto a los pobres, a los que consideran como los únicos seres que merecen ser preservados de la «liquidación», y en los que depositan, pues, las esperanzas del género humano. Mas esto no es compatible con la creencia en la maldad absoluta de los efectos de la pobreza sobre los que la sufren. La deducción correcta sería que sus consecuencias son buenas. Así pues, el marxista descubre la existencia de un acuerdo efectivo con el cristianismo en dos creencias exigidas paradójicamente por la doctrina cristiana: que los pobres son bienaventurados y que, sin embargo, la pobreza debe ser eliminada.




Seis proposiciones necesarias para completar el tratamiento del sufrimiento humano:


1. En el cristianismo hay una paradoja sobre la tribulación. «Bienaventurados los pobres», pero estamos obligados a eliminar la pobreza siempre que sea posible mediante «el juicio» —es decir, la justicia social— y la limosna. «Bienaventurados los que padecen persecución», pero debemos evitar la persecución huyendo de una ciudad a otra, y es legítimo orar, como oró Nuestro Señor en Getsemaní, para ser dispensados de ella. Si el sufrimiento es bueno, ¿no deberíamos perseguirlo en vez de evitarlo? Mi respuesta a esta pregunta es que el sufrimiento no es bueno en sí mismo. Lo verdaderamente bueno para el afligido en cualquier situación dolorosa es la sumisión a la voluntad de Dios. Para el observador de la tribulación ajena lo realmente beneficioso es, en cambio, la compasión que despierta y las obras de misericordia a las que mueve. En un universo como el nuestro, caído y parcialmente redimido, debemos distinguir varias cosas: 1) El bien simple, cuyo origen es Dios. 2) El mal simple, producido por criaturas rebeldes. 3) La utilización de ese mal por parte de Dios para su propósito redentor. 4) El bien complejo producido por la voluntad redentora de Dios, al que contribuye la aceptación del sufrimiento y el arrepentimiento del pecador. El poder de Dios de hacer un bien complejo a partir del mal simple no disculpa a quienes hacen el mal simple, aunque puede salvar por misericordia. Esta distinción es de capital importancia. El escándalo es inevitable, mas ¡ay del que escandalizare! El pecado hace realmente que abunde la gracia, pero no podemos convertir ese hecho en excusa para seguir pecando. La misma crucifixión es el mejor —y también el peor— de todos los acontecimientos históricos, pero el rol de Judas continúa siendo sencillamente perverso. Estas ideas se pueden aplicar, en primer lugar, al problema el sufrimiento ajeno. El hombre misericordioso ambiciona el bien de su prójimo. Así, cooperando conscientemente con el «bien simple», hace la «voluntad de Dios». El hombre cruel oprime a su prójimo, y al obrar así hace el «mal simple». Pero al hacerlo es utilizado por Dios, sin saberlo ni dar su consentimiento, para producir el bien complejo. El primer hombre sirve a Dios como hijo y el segundo como instrumento. Obremos de un modo o de otro, realizaremos invariablemente los planes de Dios. Con todo, existe una gran diferencia entre servirle como Judas o como Juan. El sistema entero está calculado, digámoslo así, para el choque entre hombre buenos y malos. Asimismo, los beneficiosos frutos de la fortaleza, la paciencia, la piedad y la misericordia, por cuya virtud se permite al hombre cruel ser despiadado, presuponen que el hombre bueno persiste generalmente en la búsqueda del bien simple. Digo «generalmente» porque algunas veces tiene derecho a hacer daño a su prójimo —y, a mi juicio, incluso a matarlo—, mas únicamente en caso de necesidad extrema y cuando el bien que se espera obtener sea evidente. Normalmente, aunque no siempre, ese derecho se da cuando el que inflige dolor está revestido de autoridad para hacerlo, como el padre, cuya autoridad procede de la naturaleza, el magistrado o el soldado, que la obtiene de la sociedad civil, y el cirujano, al que le viene en la mayoría de los casos del paciente. Convertir esa idea en carta blanca para afligir a la humanidad por el hecho de que «la congoja es buena para los hombres» (como el lunático Tamberlaine de Marlowe alardeaba de ser el «azote de Dios») no significa quebrantar el esquema divino, sino ofrecerse como voluntario para desempeñar el papel de Satanás dentro de él. Quien haga este trabajo deberá estar preparado para recibir el salario correspondiente. El problema de cómo eliminar el dolor propio admite una solución parecida. Algunos ascetas han recurrido a la mortificación. Como profano, no emito ninguna opinión sobre la prudencia de tal régimen de vida. Sean cuales sean sus méritos, yo insisto, no obstante, en que la mortificación es completamente diferente de la tribulación enviada por Dios. Ayunar es, como todo el mundo sabe, una experiencia distinta de dejar de hacer una comida fortuitamente o por razones de pobreza. El ayuno refuerza la voluntad frente al apetito. Su recompensa es el autodominio, y su mayor peligro, el orgullo. El hambre involuntaria somete los apetitos y la voluntad a la voluntad divina, pero también proporciona una ocasión para el sometimiento y nos expone al peligro de rebelión. En cambio, el efecto redentor del sufrimiento reside básicamente en su propensión a reducir la voluntad insumisa. Las prácticas ascéticas, muy adecuadas en sí mismas para fortalecer la voluntad, sólo son útiles si capacitan a ésta para poner en orden su propia casa —las pasiones— como preparación para ofrecer el propio ser completamente a Dios. Son necesarias como medio. Como fin en sí mismas serían abominables, pues si se conformaran con sustituir la voluntad por el apetito, no harían sino cambiar el propio «yo» por el diabólico. Con razón se ha afirmado que «sólo Dios puede mortificar». La tribulación desarrolla su labor en un mundo en el que los seres humanos buscan generalmente cómo evitar con medios legales el mal natural y cómo obtener el bien natural. Presupone, pues, un mundo así. Para someter la voluntad a Dios, es preciso tener voluntad. Por su parte, la voluntad debe tener sus correspondientes objetos. La renuncia cristiana no es la apatía estoica, sino la disposición a preferir a Dios antes que otros fines inferiores legítimos en sí mismos. De ahí que el Perfecto Hombre expusiera en Getsemaní la voluntad, la firme voluntad, de eludir el sufrimiento y escapar a la muerte si ello fuera compatible con la voluntad del Padre. Pero también manifestó una disposición absoluta a obedecer si no se pudiera hacer su voluntad. Algunos santos recomiendan una «renuncia total» en los umbrales mismos del discipulado. A mi juicio, esa exhortación sólo puede significar una disposición total a soportar cualquier renuncia particular que se nos pueda exigir, pues sería imposible vivir sin desear un momento tras otro otra cosa que la sumisión como tal a Dios. ¿Cuál podría ser la materia de una subordinación así? Decir «lo que quiero es someter lo que quiero a la voluntad de Dios» sería a todas luces una afirmación internamente contradictoria, pues el segundo lo que no tiene contenido alguno. Todos ponemos el mayor cuidado posible en evitar el dolor. El propósito, sumiso en el momento oportuno, de soslayarlo sirviéndose de medios legítimos está conforme con la naturaleza, es decir, con el entero sistema operativo de la vida de las criaturas, para las cuales está calculada la obra redentora de la tribulación. Sería completamente falso, pues, suponer que el punto de vista cristiano sobre el sufrimiento es incompatible con la resuelta tarea y la obligación de dejar el mundo, incluso en sentido temporal, «mejor» de lo que lo encontramos. En la imagen más cabalmente parabólica del juicio, Nuestro Señor parece reducir las virtudes a la beneficencia activa. Aunque sería engañoso aislar esta descripción del Evangelio en su conjunto, es suficiente para asentar de manera indudable los principios básicos de la ética social cristiana. 2. Si la tribulación es un elemento necesario de la redención, debemos esperar que no cesará hasta que Dios vea el mundo redimido o lo considere irredimible. El cristiano no puede creer, en consecuencia, a quienes prometen el cielo en la tierra con sólo hacer alguna reforma en el sistema económico, político o sanitario. Habrá quien piense que esta idea puede tener un efecto desalentador sobre las personas dedicadas a actividades sociales, pero no hay razones en la práctica para llevarlas al desánimo. La verdad es exactamente la contraria. Un agudo sentido para percibir las miserias comunes de los hombres es un estímulo para eliminar cuanta miseria nos sea posible tan bueno como mínimo como esas insensatas esperanzas que inducen al hombre a buscar su realización quebrantando la ley moral, y que resultan ser polvo y lodo una vez cumplidas. Si la aplicáramos a la vida intelectual, la doctrina que afirma la necesidad de imaginarse el cielo en la tierra para comprometerse con la erradicación del mal actual revelaría de inmediato su incongruencia. Los hambrientos buscan comida y los enfermos curación, aun cuando sepan que tras la comida o la cura les seguirán aguardando los altibajos ordinarios de la vida. No entro en el problema de si son o no deseables cambios drásticos en nuestro sistema social. Tan sólo quiero recordar al lector que no se debe confundir una medicina particular con el elixir de la vida. 3. Ya que se han cruzado en nuestro camino los problemas políticos, debo dejar claro que la doctrina Cristiana de la autorrenuncia y la obediencia es puramente teológica, no política. No tengo nada que decir, pues, sobre las formas de gobierno, la autoridad civil o la obediencia ciudadana. La clase y el grado de obediencia que la criatura debe al Creador son únicos, pues única es la relación entre criatura y Creador. De ello no se puede deducir, en consecuencia, proposición política alguna. 4. La doctrina cristiana del sufrimiento explica, creo yo, un hecho muy curioso sobre el mundo en que vivimos: Dios nos niega —por la misma naturaleza del mundo — la felicidad y la seguridad estables que todos deseamos. Pero también ha derramado liberalmente alegría, placer y regocijo. Nunca estamos seguros, pero tenemos diversiones y alguna posibilidad de arrobamiento. No es difícil descubrir por qué. La seguridad anhelada nos enseñaría a buscar en este mundo descanso para nuestro corazón, y supondría un obstáculo para retornar a Dios. En cambio, unos momentos de amor feliz, un paisaje, una sinfonía, el encuentro alborozado con nuestros amigos, un baño o un partido de fútbol no tienen el mismo desenlace. Nuestro Padre nos reconforta en el viaje procurándonos albergue en posadas acogedoras, pero no nos alienta a confundirlas con el hogar. 5. No debemos hacer que el problema del dolor sea peor de lo que es usando expresiones vagas como «la suma inimaginable de la miseria humana». Supongamos que yo tuviera un dolor de muelas de intensidad x, e imaginemos que tú, sentado junto a mí, comenzaras a tener un dolor de muelas de intensidad x. Se puede decir, si se quiere, que la cantidad de dolor que hay en el lugar en que nos encontramos es ahora de 2x. Explórese el tiempo y el espacio enteros. Jamás encontraremos ese dolor doble en la conciencia de nadie. No existe tal suma de sufrimiento, pues nadie la padece. Si llegáramos hasta el límite de la capacidad de sufrimiento del hombre concreto, descubriríamos sin duda algo aterrador, pero tendríamos también todo el dolor que puede haber jamás en el universo. La suma de un millón más de seres humanos atribulados no incrementa ni un ápice la cantidad de dolor experimentado por uno solo. 6. El dolor es, entre todos los males, el único esterilizado o aséptico. El mal intelectual o error se puede repetir porque la causa del primer yerro —la fatiga o la poca claridad de la escritura— continúa actuando. Pero, al margen de ese hecho, el error engendra error por derecho propio. Si es errónea la primera premisa de un argumento, las consecuencias extraídas de él lo serán igualmente. El pecado se puede repetir porque se mantiene la tentación original. Pero, fuera de ello, el pecado engendra pecado por su misma naturaleza, pues refuerza la propensión a pecar y debilita la conciencia. El dolor, como los demás males, puede reaparecer también, pues la causa del primer dolor —la enfermedad, el enemigo— sigue activa todavía. Pero el dolor no tiene en sí mismo tendencia alguna a reproducirse. Cuando ha pasado, ha pasado, y la consecuencia natural es la alegría. Esta distinción se puede establecer exactamente al revés. Tras el error, no hace falta únicamente eliminar las causas -la fatiga o la poca claridad de la escritura—, sino también, corregir el tropiezo mismo. Después de pecar, no sólo es preciso apartarse de la tentación hasta donde sea posible, sino además retroceder y arrepentirse del pecado como tal. En ambos casos se requiere «deshacer» algo. El dolor no necesita deshacer nada. Lo realmente necesario será curar la enfermedad que lo produce. Pero el dolor mismo, una vez pasado, es improductivo. En cambio, los errores no corregidos y los pecados de los que no nos hemos arrepentido son por derecho propio una fuente de nuevos errores y nuevos pecados que mana hasta el fin de los tiempos. Cuando yerro, mi error contagia a quienes me creen. Cuando peco públicamente, el observador me perdona, compartiendo de ese modo mi culpa, o me condena, arrostrando el peligro inmediato que eso supone para su caridad y su humildad. El sufrimiento, sin embargo, no produce en el observador, a menos que sea un ser insólitamente depravado, un efecto pernicioso, sino beneficioso, es decir, compasivo. Así pues, el mal del que Dios se sirve preferentemente para producir el «bien complejo» es notablemente limpio, pues está privado de esa tendencia multiplicadora que constituye la característica más perniciosa del mal en general.

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