En lo hondo, muy lejos del borrascoso camino que la carroza seguía, tranquilo como un infante en el sueño, yacía, majestuoso el océano. Su vasto espejo silente ofrecía a los ojos luceros al declinar, ya muy pálidos, la estela ardiente del carro y la luz gris de cuando el día amanece, tiñendo las nubes, a modo de leves vellones, que entre sus pliegues al alba niña acunaban. Parecía volar la carroza a través de un abismo, de un cóncavo inmenso, con un millón de constelaciones radiante, teñido de colores sin fin y ceñido de un semicírculo que llameaba incesantes meteoros. Al acercarse a su meta, más veloces aún parecían las sombras aladas. No se columbraba ya el mar; y la tierra parecía una vasta esfera de sombra, flotando en la negra sima del cielo, con el orbe sin nubes del sol, cuyos rayos de rápida luz dividíanse, al paso, más veloz todavía, de aquella carroza y caían, como en el mar, los penachos de espuma que lanzan las ondas hirvientes ante la proa que avanza.
Y la encantada carroza su ruta seguía. Orbe distante, la tierra era ya el luminar más menudo que titila en los cielos, y en tanto en la senda del carro, vastamente rodaban sistemas innúmeros y orbes sin cuento esparcían, siempre cambiante su gloria. ¡Maravillosa visión! Eran curvos algunos, al modo de cuernos y como la luna en creciente de plata, pendían en la bóveda oscura del cielo; esparcían otros un rayo tenue y claro, así Héspero cuando en el mar brilla aún el Poniente, apagándose; más allá se arrojaban otros contra la noche, con colas de trémulo fuego, como esferas que a la ruina, a la muerte caminan; como luceros brillaban algunos, pero al pasar la carroza, palidecía toda otra luz.
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