Quedo, bajo el espejo de hondos lagos tranquilos,
el cisne lanza la onda con sus extensas palmas
y resbala. La pluma suave de sus flancos
se parece a las nieves de abril que al sol se funden.
Mas, firme y blanca mate, vibrando bajo el céfiro,
su gran ala lo arrastra igual que lenta nave.
Yergue su hermoso cuello encima de las cañas,
lo sumerge y pasea por el agua alargándolo,
y lo curva gracioso como un perfil de acanto
y el pico negro esconde en su pecho brillante.
A poco, entre los pinos, mansión de paz y sombra,
serpentea, y, dejando los espesos matojos
detrás de él, arrastrados como una cabellera,
camina con su paso languideciente y tardo.
La gruta en que el poeta escucha lo que oye
y el manantial que llora a un sempiterno ausente
le gustan. Da allí vueltas, y la hoja de un sauce
que ha caído en silencio roza apenas sus hombros.
Después se va hacia adentro; lejos del bosque oscuro,
soberbio, dirigiéndose hacia el azur, elige,
para hacerle la gala a su blancor que admira,
el lugar esplendente donde el sol se contempla.
Cuando no se distinguen ya los bordes del agua,
en la hora en que las formas son espectros confusos,
pardea el horizonte y se raya con largo
trazo rojo, y ni un junco, ni un estoque se mueve,
y en el aire sereno las reinetas susurran,
cuando al claro de luna la luciérnaga brilla,
el ave, en el sombrío lago en que se refleja
el esplendor de una noche violeta y láctea,
como un vaso de plata entre diamantes, duerme
con la cabeza bajo el ala, entre dos cielos.
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