Te traigo aquí a la hija de una noche idumea!
Negra, de ala sangrienta y pálida e implume,
por el vidrio que incendian los aromas y el oro,
por heladas ventanas opacas todavía,
la aurora se arrojó sobre el candil angélico,
¡palmas! y cuando ya mostraba esa reliquia
al padre que enemiga sonrisa aventuraba,
la estéril soledad azul se estremecía.
¡Oh arrulladora, con tu niña y la inocencia
de tus helados pies el nacimiento horrible
acoge, y con tu voz que viola y clave evoca!
¿Oprimirán tus dedos marchitos ese pecho
del que mana en blancura sibilina la hembra
hacia labios que el aire del azul virgen tienta?
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