Haber amado como sucede en las horas vacías del atardecer; recostarse y concebir un viaje del que no quede ni rastro; mirar desde la casa y ver una figura que se inclina hacia adelante como contra el viento, aunque no haya viento; ver los sombreros de la gente del pueblo, tirados en momentos de pasión, desperdigados en el suelo, aunque no pueda verse el suelo. Todo esto en la imprecisa luz amarillenta que desciende en la hora antes del anochecer; nada de esto tiene valor excepto por el placer que proporciona, agrandando un instante y finalmente haciéndolo parecer verdad. Y años después toparse con la misma escena —la figura inclinándose contra el mismo viento, los mismos sombreros desperdigados sobre el mismo suelo que no se puede ver.
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