“Nada les he dicho sobre el hombre que no sea cierto” Deben perdonarme si
repito esta observación de vez en cuando en mis cartas; quiero que tomen en serio lo
que les cuento y siento que si yo estuviera en el lugar de ustedes y ustedes en el mío,
necesitaría este recordatorio cada tanto para evitar que flaqueara mi credulidad.
Porque no hay nada en el hombre que no resulte extraño para un inmortal. No ve nada
como lo vemos nosotros, su sentido de las proporciones es completamente distinto y
su sentido de los valores diverge tanto que, a pesar de nuestra gran capacidad
intelectual, es improbable que aun el mejor dotado de nosotros pueda nunca llegar a
entenderlo. Tomen, por ejemplo, esta muestra: Ha imaginado un Paraíso y dejo fuera
del mismo el supremo de los deleites, el éxtasis único que ocupa el primerísimo lugar
en el corazón de todos los individuos de su raza —y de la nuestra—: ¡el contacto
sexual! Es como si a un agonizante, perdido en un desierto abrasador, le permitiese
un eventual salvador poseer todo aquello largamente deseado, exceptuando un
anhelo, y éste escogiera eliminar el agua. Su Cielo se le asemeja: extraño, interesante,
asombroso, grotesco. Les doy mi palabra. No posee una sola característica que él
realmente valore. Consiste —entera y completamente— en diversiones que no le
atraen en absoluto aquí en la Tierra, pero que está seguro de que le gustaran en el
Cielo. ¿No es extraño? ¿No es interesante? No deben pensar que exagero, porque no
es así. Les daré detalles. La mayor parte de los hombres no cantan, no saben hacerlo,
ni se quedan donde otros cantan si el canto se prolonga por más de dos horas.
Presten atención a eso. Solamente dos hombres de cada cien tocan un instrumento
musical y no hay cuatro de cien que tengan deseos de aprender a hacerlo. Tomen
nota.
Muchos hombres rezan, no a muchos les agrada. Unos cuantos oran largo tiempo,
los otros abrevian. Van a la iglesia más hombres de los que quieren hacerlo. Para
cuarenta y nueve de cada cincuenta hombres el día santo es insufriblemente aburrido.
De todos los hombres que asisten a una iglesia un domingo, dos tercios ya están
cansados a la mitad del servicio y el resto antes de que termine. El momento más
grato para ellos es aquél en que el sacerdote alza las manos para la bendición. Se
puede oír el suave murmullo de alivio que recorre la nave y apreciar su gratitud. Cada
nación menosprecia a las demás.
Cada nación detesta a todas las demás. Las naciones de raza blanca desprecian a
las naciones de color, de cualquier tinte, y si pueden, las someten a opresión. Los
hombres blancos rehúsan mezclarse con “los negros”, o casarse con ellos. No les
permiten el acceso a sus escuelas o a sus iglesias. Todo el mundo odia a los judíos, no
lo toleran a menos que sean ricos. Les ruego que tomen nota de estos detalles. Más
aún. La gente cuerda detesta los ruidos. A todos, cuerdos o locos, les gusta tener
variedad en la vida.
La monotonía los cansa rápidamente. Todos los hombres, según la capacidad
mental que les haya tocado en suerte, ejercitan su intelecto constantemente, sin cesar,
y esa ejercitación constituye una parte esencial, vasta y preciada, de su vida. Aquel
con un intelecto mínimo, así como aquel con uno superior, posee algún tipo de
habilidad, y siente gran placer en ponerla a prueba, verificándola, perfeccionándola.
El niño que supera a su camarada en el juego, es tan laborioso y tan entusiasta en su
práctica como lo es el escultor, el pintor, el pianista, el matemático, y el resto. Ni uno
de ellos podría ser feliz si se le vedara el uso del talento. Pues ahora, ya tienen
ustedes los hechos.
Saben qué le gusta a la raza humana y qué le disgusta. Ha inventado un Cielo,
sacado de su propia cabeza, por sí solo: ¡adivinen cómo es! Ni en mil quinientas
eternidades podrían hacerlo. Ni la mente más capaz que ustedes o yo conociéramos
en cincuenta millones de infinitudes podría hacerlo. Muy bien, les diré cómo es:
1.— Ante todo, les recuerdo el hecho extraordinario por el cual comencé. A saber,
que el ser humano, al igual que los inmortales, valora desde luego, el acto sexual
sobre todos los demás goces, ¡y sin embargo lo excluye de su paraíso!; solamente
pensar en el acto lo excita, la oportunidad lo enloquece. En este estado y por alcanzar
el irresistible clímax está dispuesto a arriesgar la vida, su reputación, todo, hasta su
propio y extraño Paraíso.
Desde la juventud hasta la edad madura los hombres y mujeres valoran la cópula
por encima de todos los otros placeres combinados; y sin embargo es como les dije,
no existe en el Cielo de estos seres, la oración ocupa su lugar. Así es como la
aprecian; pero como todos sus llamados “dones”, es una insignificancia. En su mejor
y más plena realización el acto es breve más allá de cuanto pueda imaginarse, quiero
decir, de cuanto pueda imaginar un inmortal. En cuanto a su repetición, el hombre es
limitado, oh, mucho más allá de lo que puedan concebir los inmortales. Nosotros, los
que prolongamos el acto y su éxtasis supremo sin interrupción y sin retracción
durante siglos, nunca podremos comprender y compadecer adecuadamente la enorme
pobreza de estos seres en lo que se refiere a esta exquisita gracia que, tal como la
poseemos nosotros, vuelve tan triviales las demás posesiones que ni siquiera vale la
cuenta mencionarlas.
2.— En el Cielo del hombre, ¡todos cantan! El que no cantaba en la Tierra allí lo
hace, el que no sabía cantar en la Tierra ahí sabe. Este canto universal no es casual ni
circunstancial, ni se alivia con intervalos de silencio; sigue ininterrumpida y
diariamente durante un período de doce horas. Y todos se quedan ahí; mientras que
en la Tierra, el lugar quedaría vacío en dos horas. El canto consiste sólo en himnos
religiosos.
No, es un solo himno religioso. Las palabras son siempre las mismas, alrededor
de una docena en número, no hay rima, no hay poesía: “Hosanna, hosanna, hosanna,
señor Dios del Sabaoth, ¡ra! ¡ra! ¡ra! ¡siss! ¡bum!… ¡Ah!”.
3.— Mientras tanto, todas las personas tocan el arpa: ¡millones y millones!,
aunque en la Tierra nos más de veinte de cada mil sabían tocar un instrumento, o
siquiera desearon hacerlo alguna vez. Piensen en ese huracán de sonido
ensordecedor: millones y millones de voces chillando al mismo tiempo y millones y
millones de arpas rasgando al mismo tiempo. Yo les pregunto: ¿es odioso, es
detestable, es horroroso? Consideren aún más: ¡es un oficio de alabanza; una liturgia
de loa, de lisonja, de adulación! ¿Me preguntan ustedes quién es el que está dispuesto
a tolerar esta extraña adulación, esta adulación insana; y que no sólo la soporta, sino
que la disfruta, la exige, la ordena? ¡Contengan la respiración! ¡Es Dios! El Dios de
esta raza, quiero decir. Se sienta en su trono, asistido por sus veinticuatro ancianos y
otros dignatarios de la corte, y pasea la mirada sobre kilómetros y kilómetros de
adoradores tempestuosos y sonríe, y ronronea, inclinando la cabeza con satisfecha
aprobación en dirección al Norte, al Este y al Sur: el espectáculo más raro y cándido
imaginado hasta ahora en este universo, a mi modo de pensar. Es fácil deducir que el
Inventor del cielo no fue el creador original, sino que copió las ceremonias teatrales
de algún pobre e insignificante estado soberano de algún rincón de las atrasadas
poblaciones de Oriente. Toda la gente blanca cuerda detesta el ruido y, sin embargo,
acepta con tranquilidad un cielo de esta clase —sin pensar, sin reflexionar, sin
estudiarlo— y en verdad quiere alcanzarlo. Viejos de cabeza cana, profundamente
devotos, emplean gran parte de su tiempo en soñar con el día feliz en que dejarán los
cuidados de esta vida para penetrar en las alegrías de ese lugar. A pesar de eso se
puede ver qué irreal es para ellos y qué poco convencidos están de que sea un hecho,
porque no hacen ningún preparativo práctico para el gran cambio. Nunca se ve a
ninguno de ellos con un arpa, ni se oye cantar a ninguno. Como ven, ese espectáculo
singular es una ceremonia de alabanza: alabanza por medio de cantos, alabanza por
postración. El cielo está representado por “la iglesia”. Pues bien, en la Tierra esta
gente no puede soportar demasiada iglesia. Una hora y cuarto es el máximo y se
establece el límite en una vez por semana. Es decir, el domingo. Un día de cada siete;
y aún así, no lo espera con ansias. En consecuencia, consideren lo que el Cielo les
reserva: ¡una “iglesia” que dura para siempre y un Sabat que no tiene fin! Aquí se
cansan pronto de su breve Sabat hebdomadario, pero desean con ansia el que es
eterno; sueñan con él, hablan de él, piensan que piensan que van a disfrutar de él,
¡con todo su simple corazón piensan que piensan que van a ser felices en él! Es
porque no piensan en absoluto; sólo piensan que piensan; ni dos de cada diez seres
humanos tiene con qué pensar. Y en cuanto a imaginación, ¡oh, bueno, consideren su
Cielo! Lo aceptan, lo aprueban, lo admiran. Es un parámetro de su capacidad
intelectual.
4.— El inventor de ese Cielo incluye en él a todas las naciones de la Tierra en un
embrollo común. En absoluta igualdad, ninguna se destaca sobre las otras; todos
tienen que ser “hermanos”, mezclarse, orar juntos, tocar el arpa y cantar hosannas —
blancos, negros y judíos, sin distinción—. Aquí en la Tierra las naciones se odian
unas a otras y todas odian a los judíos. Sin embargo, las personas piadosas adoran ese
Cielo y quieren entrar en él. Realmente lo desean. ¡Y en sus ratos de santidad
piensan que si estuvieran allí tomarían a todo el populacho contra su
corazón, y lo abrazarían, lo abrazarían, lo abrazarían! ¡El hombre es una maravilla!
Me gustaría saber quién lo inventó.
5.— Cada hombre de la Tierra posee una porción de intelecto, grande o pequeña,
de la cual se enorgullece. Su corazón se expande anta la sola mención de los líderes
intelectuales de su raza y ama los relatos de sus espléndidos logros. Porque
comparten la misma sangre, y al haberse ellos cubierto de gloria honran a sus
descendientes.
¡Mirad —exclama—, lo que puede hacer la mente del hombre!; y pasa lista a los
ilustres de todas las épocas. Señala las literaturas imperecederas que han dado al
mundo, las maravillas mecánicas que han inventado, y las glorias con que han vestido
a las ciencias y a las artes. Ante ellos se descubre como ante los reyes, y les rinde su
más profundo homenaje, el más sincero que pueda ofrecer su corazón exultante —y
superpone así el intelecto sobre las demás cosas de su mundo—, entronizándolo bajo
la bóveda celestial en una supremacía inalcanzable. Y luego imagina un Cielo sin
asomo de intelectualidad.
¿Es extraño, curioso, sorprendente? Es exactamente como lo cuento, aunque
pueda parecer increíble. Este sincero adorador del intelecto y pródigo remunerador de
sus servicios aquí en la Tierra ha inventado una religión y un paraíso que no rinden
homenaje alguno al intelecto, ni le ofrecen distinciones, ni lo hacen objeto de su
liberalidad. En realidad, nunca lo mencionan. Ya habrán notado ustedes que el Cielo
del ser humano ha sido proyectado y construido sobre un plan absolutamente
definido; ¡y este plan contiene un elaborado detalles de todo aquello que es repulsivo
para el hombre, nada que le guste! Muy bien, cuanto más adelante prosigamos, más
aparente se hará este curioso hecho. Tomen nota de esto. En el Cielo del hombre no
hay ejercicio para el intelecto, nada que pueda alimentarlo. Allí se pudriría en un año,
se pudriría y apestaría. Se pudriría y apestaría y en ese estado alcanzaría la santidad.
Una bendición, porque sólo los santos pueden tolerar los goces de ese manicomio.
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