El pecado, el error, la idiotez, la avaricia,
nuestro espíritu ocupan y el cuerpo nos desgastan,
y a los remordimientos amables engordamos
igual que a sus parásitos los pordioseros nutren.
Nuestro pecar es terco, la constricción cobarde;
la confesión nos hacemos pagar con largueza,
y volvemos alegres al camino enfangado
pensando que un vil llanto lave todas las faltas.
En la almohada del mal es Satán Trismegisto
quien largamente mece nuestro hechizado espíritu,
y el preciado metal de nuestra voluntad
lo ha evaporado todo este sabio alquimista.
¡El Diablos los hilos que nos mueven sujeta!
Encontramos encantos a objetos repugnantes;
hacia el Infierno damos un paso cada día,
sin horror, a través de tinieblas que hieden.
Igual que un libertino pobre que besa y come
el pecho torturado de una antigua ramera,
robamos al pasar un placer clandestino
que exprimimos con fuerza cual a naranja vieja.
Preso y hormigueante como un millón de helmintos
un pueblo de Demonios bulle en nuestros cerebros
y cuando respiramos, la Muerte a los pulmones
baja, río invisible, con apagadas quejas.
Si el estupro, el puñal, el veneno, el incendio,
no bordaron aún con sus gratos dibujos
el banal cañamazo de nuestra suerte mísera
es que nuestra alma, ¡ay!, no es lo bastante osada.
Pero entre los chacales, las panteras, los linces,
Los simios, las serpientes, los buitres y escorpiones,
los monstruos aulladores, gritadores, rampantes,
en el infame zoo de nuestras corrupciones,
¡Hay uno más malvado, más inmundo, más feo!,
Aunque no gesticule ni lance grandes gritos,
gustosamente haría de la tierra un desecho
y dentro de un bostezo engulliría al mundo;
¡Es el Hastío -el ojo lleno de involuntario
llanto, sueña cadalsos, mientras fuma su pipa.
Lector, tú ya conoces a ese monstruo exquisito,
¡Mi semejante, -hipócrita lector, – hermano mío!
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